El otoño, la mujer y sus piernas.
Ha llegado el Otoño sin apenas avisar. Como si de él dependiese el tránsito perenne estacional. Como si la importancia fingida de su color y temperatura avocara la genuflexión mayestática, silente y luctuosa de sus amputados días –esos grandes damnificados por los designios de Chronos -. Con el Otoño, también por designio divino, se va algo más importante desde el punto de vista de la percepción sensorial que, la luz cegadora de nuestro astro, su calor tórrido y torrencial, y el verdor fresco y sugerente de nuestros parques. El destape provocado por el angustioso sofoco veraniego, que ennoblece el paisaje si acaso más que la propia estación, llega a su fin. La mujer como parte del paisaje estacional, quizá el más bello, finito, elaborado y, por ello, admirado. Se pliega bajo sus ropajes. Y esperará la época en que desplegará sus aquilatados encantos y, desbordará, esa sensualidad que con la estación que nos ocupa, quedará sin remedio aletargada, lacia, desvanecida y como deslucida. Sin ese hechizo o embrujo del que se jacta cuan Narciso vanguardista.
Hablar del tiempo es baladí. Todos lo ven. Todos lo perciben. Todos lo notan. Pero el perfume otoñal que impregna inexorablemente nuestras calles con sus efluvios húmedos, plúmbeos y lóbregos nos empobrece. Y eso si es una realidad reseñable no tan evidente ni evidenciable. Las miserias de la vista, como las humanas, son pródigas en llantos y berreos inconsolables, y, el tiempo que acompaña, nos quita la sagaz posibilidad de observar miserablemente ese je ne sais quoi de la mujer: sus piernas.
Es una certeza categórica que la mujer vive tiempos de gloria. Atrás quedaron aquellas antañonas e incoloras épocas en que la mujer vivía en el silencio propio y ajeno. En la penumbra. En la clandestinidad. La mujer vivía por y para su familia. A ella se debía en cuerpo y alma. La mujer era como un sagrario, un templo, un santuario improfanable e inquebrantable nada más que por su marido. Cuestión que llevó a éste a apropiársela: creerse con derecho de plena disposición sobre sus riquezas corporales y sensoriales; ser dueño de su mirada; su cabello; la suavidad de su piel; la voluptuosidad de sus pechos o la redondez de su trasero –en algunos casos-. De todo esto hoy apenas quedan vestigios, lo que favorece el papel preponderante y prominente de la mujer en la sociedad, lo cual, a mi entender, no tenía por qué haberse visto reñido con la renuncia al glamour de la mujer.
Hoy, con la igualdad discriminativa de nuestra sociedad, la mujer pierde sus esencias, sus señas de identidad, sus armas más peligrosas. Sus cualidades naturales quedan al socaire de un intruso feo y acartonado llamado pantalón. Esta sociedad que ha querido equiparar a sus vástagos, ha descuidado el aspecto y porte majestuoso con que la mujer alineaba al hombre a su paso y lo seducía y lo hipnotizaba y lo hacía fácil presa de sus deseos.
La llegada de la minifalda marcó un hito que difícilmente se repita en el devenir histórico. Aquellos pomposos culitos que principiaban a verse en color. Aquellos jugosos y dorados muslos que se cimbreaban al vaivén de las caderas femeninas. Y, ah, las piernas: carentes de imperfecciones pilosas, autopistas al infierno gozoso, dignidades de marquesas feas, ostentadoras de lujuria paladina y fuente de pócimas pecaminosas. ¿Qué haría el hombre, eterno vagabundo del placer, sin su visión? La mujer en falda era femenina, grácil, delicada. Una visión casi legendaria. La figura y esbeltez de la mujer se complementaba con un porte aristocrático en la llevanza de ésta prenda. Las piernas matizaban, definían y delimitaban el aura mágica, fantástica, casi divina que, ya de por sí, desprendía la mujer.
Pero la falda ha claudicado. El pantalón ofrece otras visiones, no desmerecedoras, en la analítica del encanto femenino. Aunque no son lo mismo, claro.
Hablar del tiempo es baladí. Todos lo ven. Todos lo perciben. Todos lo notan. Pero el perfume otoñal que impregna inexorablemente nuestras calles con sus efluvios húmedos, plúmbeos y lóbregos nos empobrece. Y eso si es una realidad reseñable no tan evidente ni evidenciable. Las miserias de la vista, como las humanas, son pródigas en llantos y berreos inconsolables, y, el tiempo que acompaña, nos quita la sagaz posibilidad de observar miserablemente ese je ne sais quoi de la mujer: sus piernas.
Es una certeza categórica que la mujer vive tiempos de gloria. Atrás quedaron aquellas antañonas e incoloras épocas en que la mujer vivía en el silencio propio y ajeno. En la penumbra. En la clandestinidad. La mujer vivía por y para su familia. A ella se debía en cuerpo y alma. La mujer era como un sagrario, un templo, un santuario improfanable e inquebrantable nada más que por su marido. Cuestión que llevó a éste a apropiársela: creerse con derecho de plena disposición sobre sus riquezas corporales y sensoriales; ser dueño de su mirada; su cabello; la suavidad de su piel; la voluptuosidad de sus pechos o la redondez de su trasero –en algunos casos-. De todo esto hoy apenas quedan vestigios, lo que favorece el papel preponderante y prominente de la mujer en la sociedad, lo cual, a mi entender, no tenía por qué haberse visto reñido con la renuncia al glamour de la mujer.
Hoy, con la igualdad discriminativa de nuestra sociedad, la mujer pierde sus esencias, sus señas de identidad, sus armas más peligrosas. Sus cualidades naturales quedan al socaire de un intruso feo y acartonado llamado pantalón. Esta sociedad que ha querido equiparar a sus vástagos, ha descuidado el aspecto y porte majestuoso con que la mujer alineaba al hombre a su paso y lo seducía y lo hipnotizaba y lo hacía fácil presa de sus deseos.
La llegada de la minifalda marcó un hito que difícilmente se repita en el devenir histórico. Aquellos pomposos culitos que principiaban a verse en color. Aquellos jugosos y dorados muslos que se cimbreaban al vaivén de las caderas femeninas. Y, ah, las piernas: carentes de imperfecciones pilosas, autopistas al infierno gozoso, dignidades de marquesas feas, ostentadoras de lujuria paladina y fuente de pócimas pecaminosas. ¿Qué haría el hombre, eterno vagabundo del placer, sin su visión? La mujer en falda era femenina, grácil, delicada. Una visión casi legendaria. La figura y esbeltez de la mujer se complementaba con un porte aristocrático en la llevanza de ésta prenda. Las piernas matizaban, definían y delimitaban el aura mágica, fantástica, casi divina que, ya de por sí, desprendía la mujer.
Pero la falda ha claudicado. El pantalón ofrece otras visiones, no desmerecedoras, en la analítica del encanto femenino. Aunque no son lo mismo, claro.
“El hombre es una criatura presumida, la mujer vanidosa. El hombre necesita impresionar a sus congéneres o a las mujeres contando lo mucho que sabe o lo mucho que ha hecho. Mientras que a la mujer la importan más su apariencia física, sus vestidos…ellas no se jactan, esperan ser elogiadas”. Javier Marias.
2 Comments:
pues yo la verdad es que prefiero unos buenos vaqueros que les apreten bien el culete, que quieres que te diga, da mas a la imaginacion intentar quitar unos pantoncitos apretados que subir una falda (o mini falda)
Muy buenas David. si, tienes razón, los pantalones también tienen su encanto. Pero no sé por qué será, siempre llama más la atención lo escaso. Y las faldas minis o menos que minis o, simplemente, faldas, como que florecen por su ausencia.
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