Del alcohol, la noche y una experiencia extraída de ambos
Podría afirmarse que desde tiempos inmemoriales uno de los aspectos más protegidos por todo tipo de sociedades es el de la propia juventud. Juventud que conformará los pilares sobre los que se asentarán los valores, proyectos y óptimas perspectivas de progreso de cualquier país. Desde este punto de vista, los entes sociales actuales, con claro ánimo de preservar a sus vástagos de la iniquidad civil imperante, han adoptado posturas verdaderamente paternalistas, permisivas, sobreprotectoras. Pero la vida es tan paradójica, que todo aquello de lo que se ha querido proteger a los jóvenes ha terminado por formar parte de sus hábitos más cotidianos de vida. Por ley de vida todo el mundo ha sido joven, y, por consiguiente, todo el mundo (el que llegue) será viejo. Las leyes de la vida son perpetuas, monótonas, inalterables. Pero esta sociedad del bienestar desaforado se ha creído investida de las prerrogativas necesarias para alterar todo aquello que inexorablemente no puede ser de otra manera. Y así, cuando se es joven, se bebe. No todos los jóvenes lo hacen. Ni por supuesto beben sólo los que son jóvenes. Pero es evidente que la bebida forma parte de nuestra propia cultura, nuestra propia tradición, nuestras propias costumbres. España ha sido y es país de grandes vinos. Antaño, en aquellos tiempos en que según cuenta la leyenda una ardilla podía atravesar la península ibérica de cabo a rabo sin tocar el suelo, debido a la ingente cantidad de árboles, en todos los hogares era común que la comida se acompañase de uno o dos vasitos de vino, en muchos casos casero. Esta costumbre, como todo lo bueno, pronto arraigaría en aquellos muchachos nobles, sanos e inverecundos que presentaban sus respetos a las muchachas boina en mano y zuecos como zapatos. Aquellos muchachos de ayer, valientes, gallardos, que en sus muchas aventuras sexuales no les echaba para atrás la exótica y “refinada” lencería de la época, hoy son hombres. Hombres que prohíben a sus hijos aquello de lo que en su día ellos disfrutaron: bebida, sexo, libertad…
Como respuesta multiplicada a estas amputaciones pedagógicas los jóvenes de hoy, ya hace bastantes años, han creado el fenómeno del botellón. De hecho, yo soy uno de esos jóvenes que pertenecen a la “generación botellón”. Todavía recuerdo cuando aún siendo un chiquillo, ya a punto de pasar a la categoría de muchacho, veía, de la mano de mi padre, como pasaban casi en manada decenas de jóvenes bolsa del super en ristre en busca de un paraje despejado y acogedor para poder entregarse a los designios de Baco. ¡Está la juventud perdida!, me decía mi padre. ¡Perdida, papa! Respondía firmemente yo un año antes de seguir el mismo camino que criticaba.
Hombre, yo comprendo que la sociedad, tan grande y tan culta en su conjunto, algo tiene que criticar. Pero aquí, lo verdaderamente perjudicial, lo pernicioso, son los excesos. Beber no es malo. Nunca lo ha sido. Y se viene haciendo desde hace siglos. Lo que en cambio si es malo, es no tener conciencia de la propia conciencia. No tener conocimiento de lo que jocosamente mis amigos llaman el punto de inflexión. Ya saben, ese momento a partir del cual a una persona deja de conocerla hasta la madre que lo parió. Y se dan casos, no se crean.
Hace unos Sábados, de fiesta, con mi querida y verbenera gente leonesa tratando de pasar la resaca de carnavales, observé una escena curiosa, entrañable, susceptible de materializarse en un post. Entré en un pub llamado El buda, muy de moda últimamente en la noche leonesa. Tiene pocos percheros, y mis amigos, almas inquietas donde las haya, suelen aprovechar los brazos de las muchas estatuas de buda que adornan el pub para colgar en ellos sus chaquetas. Pero qué monos, no me digan. El caso es que al entrar vimos a una “señorita”, pelirroja, que saltaba a la vista que se trataba de un gran hombre: facciones fuertes, gruesas, muy marcadas; muy corpulento, pues de perfil daba la impresión de estar contemplando un armario; sus brazos, eran como dos grandes tenazas mecánicas que aprisionan mercancías en los grandes almacenes; y para colmo era muy peludo, que siempre ha sido un signo distintivo e inequívoco de estar ante un buen macho. Por supuesto le saludamos efusivamente, y le dijimos, como en broma, los piropos de rigor: que qué buena estaba, que si su culito pasaba hambre sólo tenía que avisar, que estaba tan buena que la comeríamos entera y nos coseríamos el ano para no evacuarla (esto último dicho sin eufemismos)…Ante esta tremenda e incontenida retahíla de melonadas no nos dimos cuenta de que cerca de nosotros, nos contemplaba, cual depredador acechando a su presa, ávido de carne, un hombre. Éste era más que bajito minúsculo, más ancho que alto y extraordinariamente feo. Además, tenía el vello del cuerpo descolocado: sobre la cabeza no tenía ni un solo pelo, en cambio, su pecho, el cual enseñó a todo el pub y especialmente al chico que estaba disfrazado de hembra, era ciertamente piloso. Sin miramiento alguno se dirigió hacia nosotros, miró cálidamente a “la pelirroja”, le agarró los brazos (sus tenazas) y puso sus grandes manos sobre su felpudo. Al hombre disfrazado, que en un principio se había tomado el asunto como una anécdota más de la noche, no le hizo ni pizca de gracia, máxime, cuando el hombre bajito, calvo y feo intento bajarle las manos para que le tocase en esa parte en donde según los manuales más básicos de anatomía se encuentra el pito, pene, falo, verga, manubrio, picha o hembra del pollo.
No les cuento como acabo el tema, ya saben que soy un caballero.
Experiencias vitales: “si es cierto que todo el tiempo que ya hemos vivido es el que ya hemos muerto, cualquier experiencia que nos devuelva al pasado hay que tomarla como una forma de resurrección” Manuel Vicent.
Buen fin de semana. Gracias por leerme.
Como respuesta multiplicada a estas amputaciones pedagógicas los jóvenes de hoy, ya hace bastantes años, han creado el fenómeno del botellón. De hecho, yo soy uno de esos jóvenes que pertenecen a la “generación botellón”. Todavía recuerdo cuando aún siendo un chiquillo, ya a punto de pasar a la categoría de muchacho, veía, de la mano de mi padre, como pasaban casi en manada decenas de jóvenes bolsa del super en ristre en busca de un paraje despejado y acogedor para poder entregarse a los designios de Baco. ¡Está la juventud perdida!, me decía mi padre. ¡Perdida, papa! Respondía firmemente yo un año antes de seguir el mismo camino que criticaba.
Hombre, yo comprendo que la sociedad, tan grande y tan culta en su conjunto, algo tiene que criticar. Pero aquí, lo verdaderamente perjudicial, lo pernicioso, son los excesos. Beber no es malo. Nunca lo ha sido. Y se viene haciendo desde hace siglos. Lo que en cambio si es malo, es no tener conciencia de la propia conciencia. No tener conocimiento de lo que jocosamente mis amigos llaman el punto de inflexión. Ya saben, ese momento a partir del cual a una persona deja de conocerla hasta la madre que lo parió. Y se dan casos, no se crean.
Hace unos Sábados, de fiesta, con mi querida y verbenera gente leonesa tratando de pasar la resaca de carnavales, observé una escena curiosa, entrañable, susceptible de materializarse en un post. Entré en un pub llamado El buda, muy de moda últimamente en la noche leonesa. Tiene pocos percheros, y mis amigos, almas inquietas donde las haya, suelen aprovechar los brazos de las muchas estatuas de buda que adornan el pub para colgar en ellos sus chaquetas. Pero qué monos, no me digan. El caso es que al entrar vimos a una “señorita”, pelirroja, que saltaba a la vista que se trataba de un gran hombre: facciones fuertes, gruesas, muy marcadas; muy corpulento, pues de perfil daba la impresión de estar contemplando un armario; sus brazos, eran como dos grandes tenazas mecánicas que aprisionan mercancías en los grandes almacenes; y para colmo era muy peludo, que siempre ha sido un signo distintivo e inequívoco de estar ante un buen macho. Por supuesto le saludamos efusivamente, y le dijimos, como en broma, los piropos de rigor: que qué buena estaba, que si su culito pasaba hambre sólo tenía que avisar, que estaba tan buena que la comeríamos entera y nos coseríamos el ano para no evacuarla (esto último dicho sin eufemismos)…Ante esta tremenda e incontenida retahíla de melonadas no nos dimos cuenta de que cerca de nosotros, nos contemplaba, cual depredador acechando a su presa, ávido de carne, un hombre. Éste era más que bajito minúsculo, más ancho que alto y extraordinariamente feo. Además, tenía el vello del cuerpo descolocado: sobre la cabeza no tenía ni un solo pelo, en cambio, su pecho, el cual enseñó a todo el pub y especialmente al chico que estaba disfrazado de hembra, era ciertamente piloso. Sin miramiento alguno se dirigió hacia nosotros, miró cálidamente a “la pelirroja”, le agarró los brazos (sus tenazas) y puso sus grandes manos sobre su felpudo. Al hombre disfrazado, que en un principio se había tomado el asunto como una anécdota más de la noche, no le hizo ni pizca de gracia, máxime, cuando el hombre bajito, calvo y feo intento bajarle las manos para que le tocase en esa parte en donde según los manuales más básicos de anatomía se encuentra el pito, pene, falo, verga, manubrio, picha o hembra del pollo.
No les cuento como acabo el tema, ya saben que soy un caballero.
Experiencias vitales: “si es cierto que todo el tiempo que ya hemos vivido es el que ya hemos muerto, cualquier experiencia que nos devuelva al pasado hay que tomarla como una forma de resurrección” Manuel Vicent.
Buen fin de semana. Gracias por leerme.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home