Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

20 enero 2008

Educación poca pero que no falte.

Definitivamente la sociedad está perdiendo sus valores. Los pocos que le quedaban, claro. ¿Dónde ha quedado eso de que el cliente siempre tiene la razón? ¿y aquello de que el que paga exige? Parece que se hubiera dado la vuelta a estas cosas mundanas, triviales, banales, sin espacio en la columna del periódico; y todo fuese al revés. Para desgracia del ciudadano de a pie. De la personita que todos llevamos dentro. Del consumidor, a fin de cuentas.

Francamente, nos ningunean. Hay determinadas ocasiones en la vida en que uno se cuestiona la importancia de su educación. Y se siente tentado a apartarla por un momento: olvidar las horas de estudio, los libros leídos, el trayecto recorrido. Es tal la abulia del personal que, sin educación, habría que correr a gorrazos a la mitad del personal –que es el método tradicional de mi padre, y cualquiera le tose-.

Está claro, las cosas han cambiado de forma sustanciosa. En mi fuero interno creo que la gente ya no acude al sermón del domingo. O, si acude, allí no les hablan de esto. Un servidor en esta vida ha conocido cierto número de empresarios hosteleros. Hay una máxima común a todos ellos –y supongo que conocida por todos ustedes-: un cliente es muy difícil ganarlo, pero es muy fácil perderlo. ¿Dónde demonios ha quedado la vieja escuela? O sea, que nos quejamos de la educación de los jóvenes que se aparean como canes en los parques, llevan bajados los pantalones a la altura de la rodilla enseñando los calzoncillos al personal, se agujerean el cuerpo como si fuesen pinchos morunos, pasan de todo y de todos…y a la persona que está detrás de un negocio, al cual se le supone un trato deferente con el cliente, se le consiente prácticamente de todo. Quizá se han invertido los papeles y yo no me he enterado. El despiste me pierde, si me permiten el pleonasmo.

Es cierto que, muchas veces, la culpa la tiene el cliente; pues hay mucha gente que tiene un trato con el dependiente totalmente nefando. Les exhortan, ordenan y exigen con premura, como si el hombre/mujer dependiese de ese solo cliente para subsistir. Una cafetería de mi barrio que frecuento para jugar al mus los fines de semana es buen ejemplo de ello. Los clientes se creen los dueños y señores del local. Hablan a voces al camarero con displicencia. Le vituperan. Se ríen de él. Se creen con prerrogativas especiales solo por tomarse un cubata. Y el hombre aguanta, calla y resiste sumiso. Bien es verdad que es un rácano, pero eso no da derecho al personal a socavarle la moral, encima con donaire. Aunque del trato del cliente me ocuparé otro día por la parte que me toca como músico.

Pero volvamos al egocentrismo, no precisamente servicial, del dependiente. Y voy a poner “nombre y apellidos”. Una cafetería bastante concurrida de la Calle Cervantes de León, cerca de nuestro famoso Barrio Húmedo, llamada El fuelle, es todo lo contrario a lo expuesto en el anterior párrafo. El camarero es un señorito de estos que siempre quiso ser pijo y se quedó en el camino. Un pijo es cosa mala, pero una tentativa de pijo es asunto peligroso. Voy a hablar de mi experiencia, quizá otros tengan otra. No me preocupa: que se hagan un blog y lo casquen.

La mella que en todos nosotros dejan los años, lleva a la inexorable conclusión de que hay pocas casualidades en la vida, prácticamente ninguna. Sobre todo cuando la misma conducta se repite siempre. Si uno va con una mujer guapa, y yo siempre voy con una mujer guapa –para las feas tengo como principio arraigado no moverme de casa; y, además, para eso ya tienen a los feos interesantes, que hay muchos, y son como una plaga- el camarero acude presto, raudo, veloz. Y, lo más importante de todo: con tapa. Al lector que no sea de León le extrañará; en León, se puede pasar por alto el olvido de la consumición –aunque tendría bemoles el asunto-; pero la tapa, ah, la tapa: ¡eso son palabras mayores! El camarero que por descuido doloso o negligente se le olvide ponerla: será destinatario de rostros compungidos, pucheros caprichosos y miradas aviesas; como poco, claro. Ahora bien, como uno acuda con un hombre a este sitio, que se olvide de la tapa. Ya se puede martillear la mesa con una moneda, tirarle indirectas al camarero acerca de la tapa que no ha puesto cuando se acerque a una mesa de alrededor, pisarle…todo será inútil. Con lo que al final, terminan sacándole a uno la jeta que guarda para ocasiones especiales. Pero la tapa, es la tapa, compréndanlo.

Igual me ocurre con un quiosquero del barrio. Oigan, parece que soy yo el que le vende los periódicos y no al contrario. El hombre tiene bigote, aunque creo que esto no es lo relevante –salvo que le pique, claro-. Más incidencia tiene su mujer, desde luego. Los primeros años, cuando llegaron, creía que estaba embarazada; pero con el paso del tiempo, caí en la cuenta de que se trataba de su constitución. De su "frágil y grácil" constitución de bailarina, concretaría. Y con un carácter…sospecho que delicioso, de ahí el careto del marido –los espejos del alma, ya saben-. Suelo ir a comprar el periódico o la revista bimensual Muy Historia: con una sonrisa cordial, mi fingida cara de monaguillo –la bordo, años de práctica- y profiriendo un donoso buenos días. Su bigote le cubre el espacio físico del rostro suficiente, para impedir averiguar si realmente abre la boca. Y, mis oídos, lo que es oír, no oyen nada (loqueismo intencionado). Quizá vino de un lugar tan lejano, donde pronunciar un buenos días, era equivalente a un ¡mecagüen tu padre, y su descendencia! Además, ni agradecido ni estimado. Es más, da la sensación de ser uno el afortunado de comprar en su quiosco. Para más inri, el nombre del quiosco es el Buen gusto. Por favor, por favor. Será el gusto de todos ustedes, no el mío.

Como dijo el poeta:
“a un hombre que se quiere engañar,
¿qué castigo le hemos de dar?
Dejarlo que se engañe amigo.
¡No hay peor castigo!"