14N
El ruido, el tumulto, la alegre algarabía, la ordenada
protesta, la información sesgada, la perseverante coacción, la solemne
reivindicación, el resultado inane… aunque convengamos que todo ello guarda
sobrada justificación, coincidirán conmigo en que no hace precisamente adorable
el paisaje. Parece que una huelga general desprovista de su atrezzo quedaría en
algo así como una reunión de nonagenarias decepcionadas con la escasa dulzura de
las pastas del té. El profundo malestar de una sociedad al borde de un ataque
de nervios no se ve representado por una pandilla de alborotadores cuyo
desaliño externo no inspira pizca de confianza. Claro que, aquello que venimos
identificando con el pueblo, tampoco pone los ojos en blanco y entra en
profundo y místico trance cuando contempla los paniaguados políticos que
deberían tratar de representarnos, sosegar nuestros ánimos y solucionar
nuestros problemas. Máxime cuando es a cargo del erario. Por el contrario, unos
anhelan el retorno de las viejas subvenciones, y otros la reputación y el honor
perdidos. Ambos colectivos deberían ser parte en la solución; pero no es así, y
la desafección comienza a ser enorme. Y lo que más duele y perturba su
inmerecido descanso: manifiestamente palpable. La ciudadanía se queja porque no
están al nivel, porque no han contactado con la auténtica calle, y porque sólo
les preocupa su posición en este conglomerado que se está viniendo abajo al
grito de aquí el que no corre vuela. Volverán, si es que alguna vez se han ido,
la picaresca, el embeleco, y hasta el simpático cuentacuentos. Y, por
desgracia, no hará falta volver la vista atrás para averiguar que todas
nuestras miserias nos acompañan.
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