El sol, Asturias, el buen queso y una visión desagradable.
La tarde de ayer se presentaba, como otras muchas, sin nada de particular. El hecho de que el final de semana trajese consigo la interrupción de varios días pasados por agua, dado que el invierno no se ha caracterizado por una acentuada humedad, no mejoraba, al menos notablemente, la tarde. Atrás han quedado los largos, duros y fríos inviernos leoneses en que la pauta general, por todos asumida, era la bajada de temperaturas por debajo de los cero grados. El frío leonés era consustancial a la propia ciudad, como lo son su catedral y sus propios habitantes; tan identificados con el paisaje que a veces, para el observador ajeno al arraigado costumbrismo, se confunden.
Dicen que sólo hay una cosa que los habitantes del Principado de Asturias, tan verde, tan lozano y tan húmedo que casi lo estoy oliendo ahora mismo, envidian, anhelan y desean de esta tierra árida, rodeada de abruptas hoces, extensos páramos y, sólo vigorizada, por el incipiente verdor contemplado al sobrepasar el manzanal. Se trata del refulgente, cálido y vigorizante sol; cuyos rayos, al parecer, se muestran reticentes a franquear el Negrón. No les culpo. Asturias está teñida de verde; pero se trata de un verde oscuro y lóbrego, que entristece el espíritu de todo visitante por muy emprendedor que sea su ego. Por la misma regla, y recíproco cariño, tan sólo hay una cosa que los leoneses solicitan con el mismo fervor de Asturias, y, no hablo del hórrido olor que nos envuelve al llegar a Gijón con la toalla, las coca colas y el bocata de tortilla –España, ese país lleno de toreros- sino de sus playas, tan propiamente asturianas.
Todos los años, con la llegada de la época del bikini y la bermuda, la braga baja y el calzoncillo suelto, el sudor perlado y el lamparón estético: se produce la diáspora asturleonesa; los pueblos leoneses se llenan hasta la bandera de hijos de Pelayo: tan duchos en empinar sidras mientras malcantan su manido himno y a su querido Victor Manuel, siempre tan socorrido; así mismo, los camping y playas asturianas rebosan de leoneses ávidos de asturianas que, según el mito, se caracterizan por su espontaneidad y frescura en las relaciones interpersonales, tan decaídas por estos quejumbrosos pagos.
Pero les estaba hablando de la tarde de ayer, y el destino, la taumaturgia o la casualidad han querido que reseñe la tierra de las fabes, aun de forma tan sucinta. Ayer, como les iba diciendo, lució el sol. No se le podía echar de menos, pues mucho no había faltado. Aun así, el vaivén de las nubes, como el de las mujeres, en apariencia tan distinto al de las olas y, sin embargo, en su fondo tan parecido, siempre levanta el ánimo y alegra los corazones.
Me disponía a ir a clase. Como de costumbre, tenía un alocado baile de artículos en mi pensamiento; en la tarde de ayer: especialmente frenético. El hecho de ocupar las neuronas en estos menesteres arduos, plúmbeos y tediosos le impiden a uno, en ocasiones, observar y disfrutar los verdaderos placeres de la vida. Nunca se sabe la forma en que se presentan. Y hay que estar preparado: porque tampoco se sabe el momento en que llegan.
Bajé de mi casa y me encaminé al lugar donde posteriormente defendería lo aprendido. Apenas me percaté de los quehaceres que ocupan los días y la vida de los trabajadores de mi barrio. Me pareció ver al mecánico dialogar con un hombre de piel oscura. No quiero parecer racista, pero todos ustedes comprenderán que me estoy refiriendo a un negro. Y sin haberse implantado el carné por puntos de españolidad, pretendido por nuestro querido Mariano, discutía sesudamente con el especialista en sonsacar defectos a nuestro vehículo; aunque éste no los tenga. Yo diría que ese hombre ya no necesita carné de español, si acaso, cambiar de mecánico. Continué en mis andanzas y desventuras interiores. Como viene siendo habitual, salía con el tiempo contado de casa. Al llegar a la flamante rotonda de mi barrio, al lado del parque Quevedo –más flamante aun que la rotonda, si es que cabe tal- la vi. Se trataba de una imagen hermosa, pura, casta. Una joven señorita de pelo largo, liso y moreno, cara redondeada y tez pálida; tenía unos vivarachos ojillos negros flanqueados por grandes y expresivas pestañas. De su boquita, destacaban unos labios carnosos y bien proporcionados. Vestía un chándal ceñido azul oscuro. Mi ojo experto, infirió que tenía un buen ejemplar de culo. Me atreví a pensar en su, más que probable, ropa interior a juego; a buen seguro, de haberla encontrado a las tres de la madrugada en un pub se lo hubiese preguntado directa y descaradamente, pero las circunstancia hicieron que la escena ocurriese sólo en mi imaginación y, como enseñan en la ínclita y docta facultad de derecho: el pensamiento no delinque. Visiones semejantes levantan, incluso, las morales más socavadas. Me surge una duda: ustedes ¿han visto alguna vez un queso haciendo footing? Madre, madre.
Ya al volver del preparador, a donde me dirigí raudo tras la experiencia mística -pues nada en esta vida dura eternamente-, me encontré con la cara opuesta. Una señorita que, por decoro y buena educación omito su descripción, se encontraba haciendo una especie de molestas y asquerosas gárgaras momentos antes de expulsar su contenido en un sonoro escupitajo. Tuve la desagradable oportunidad de contemplar todo el proceso. Me horrorizó; huí despavorido a mi dulce, ingenuo y tierno hogar, y me acomodé en el sofá para ver una película de Tintín. Qué quieren: todo machote tiene sus debilidades. Es una lástima que haya mujeres tan poco femeninas ¿verdad? Dios no quiera que me cace un bicho de esos: antes muerto que sin quicio; coño.
Dicen que sólo hay una cosa que los habitantes del Principado de Asturias, tan verde, tan lozano y tan húmedo que casi lo estoy oliendo ahora mismo, envidian, anhelan y desean de esta tierra árida, rodeada de abruptas hoces, extensos páramos y, sólo vigorizada, por el incipiente verdor contemplado al sobrepasar el manzanal. Se trata del refulgente, cálido y vigorizante sol; cuyos rayos, al parecer, se muestran reticentes a franquear el Negrón. No les culpo. Asturias está teñida de verde; pero se trata de un verde oscuro y lóbrego, que entristece el espíritu de todo visitante por muy emprendedor que sea su ego. Por la misma regla, y recíproco cariño, tan sólo hay una cosa que los leoneses solicitan con el mismo fervor de Asturias, y, no hablo del hórrido olor que nos envuelve al llegar a Gijón con la toalla, las coca colas y el bocata de tortilla –España, ese país lleno de toreros- sino de sus playas, tan propiamente asturianas.
Todos los años, con la llegada de la época del bikini y la bermuda, la braga baja y el calzoncillo suelto, el sudor perlado y el lamparón estético: se produce la diáspora asturleonesa; los pueblos leoneses se llenan hasta la bandera de hijos de Pelayo: tan duchos en empinar sidras mientras malcantan su manido himno y a su querido Victor Manuel, siempre tan socorrido; así mismo, los camping y playas asturianas rebosan de leoneses ávidos de asturianas que, según el mito, se caracterizan por su espontaneidad y frescura en las relaciones interpersonales, tan decaídas por estos quejumbrosos pagos.
Pero les estaba hablando de la tarde de ayer, y el destino, la taumaturgia o la casualidad han querido que reseñe la tierra de las fabes, aun de forma tan sucinta. Ayer, como les iba diciendo, lució el sol. No se le podía echar de menos, pues mucho no había faltado. Aun así, el vaivén de las nubes, como el de las mujeres, en apariencia tan distinto al de las olas y, sin embargo, en su fondo tan parecido, siempre levanta el ánimo y alegra los corazones.
Me disponía a ir a clase. Como de costumbre, tenía un alocado baile de artículos en mi pensamiento; en la tarde de ayer: especialmente frenético. El hecho de ocupar las neuronas en estos menesteres arduos, plúmbeos y tediosos le impiden a uno, en ocasiones, observar y disfrutar los verdaderos placeres de la vida. Nunca se sabe la forma en que se presentan. Y hay que estar preparado: porque tampoco se sabe el momento en que llegan.
Bajé de mi casa y me encaminé al lugar donde posteriormente defendería lo aprendido. Apenas me percaté de los quehaceres que ocupan los días y la vida de los trabajadores de mi barrio. Me pareció ver al mecánico dialogar con un hombre de piel oscura. No quiero parecer racista, pero todos ustedes comprenderán que me estoy refiriendo a un negro. Y sin haberse implantado el carné por puntos de españolidad, pretendido por nuestro querido Mariano, discutía sesudamente con el especialista en sonsacar defectos a nuestro vehículo; aunque éste no los tenga. Yo diría que ese hombre ya no necesita carné de español, si acaso, cambiar de mecánico. Continué en mis andanzas y desventuras interiores. Como viene siendo habitual, salía con el tiempo contado de casa. Al llegar a la flamante rotonda de mi barrio, al lado del parque Quevedo –más flamante aun que la rotonda, si es que cabe tal- la vi. Se trataba de una imagen hermosa, pura, casta. Una joven señorita de pelo largo, liso y moreno, cara redondeada y tez pálida; tenía unos vivarachos ojillos negros flanqueados por grandes y expresivas pestañas. De su boquita, destacaban unos labios carnosos y bien proporcionados. Vestía un chándal ceñido azul oscuro. Mi ojo experto, infirió que tenía un buen ejemplar de culo. Me atreví a pensar en su, más que probable, ropa interior a juego; a buen seguro, de haberla encontrado a las tres de la madrugada en un pub se lo hubiese preguntado directa y descaradamente, pero las circunstancia hicieron que la escena ocurriese sólo en mi imaginación y, como enseñan en la ínclita y docta facultad de derecho: el pensamiento no delinque. Visiones semejantes levantan, incluso, las morales más socavadas. Me surge una duda: ustedes ¿han visto alguna vez un queso haciendo footing? Madre, madre.
Ya al volver del preparador, a donde me dirigí raudo tras la experiencia mística -pues nada en esta vida dura eternamente-, me encontré con la cara opuesta. Una señorita que, por decoro y buena educación omito su descripción, se encontraba haciendo una especie de molestas y asquerosas gárgaras momentos antes de expulsar su contenido en un sonoro escupitajo. Tuve la desagradable oportunidad de contemplar todo el proceso. Me horrorizó; huí despavorido a mi dulce, ingenuo y tierno hogar, y me acomodé en el sofá para ver una película de Tintín. Qué quieren: todo machote tiene sus debilidades. Es una lástima que haya mujeres tan poco femeninas ¿verdad? Dios no quiera que me cace un bicho de esos: antes muerto que sin quicio; coño.
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