Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

23 julio 2008

Acabo de llegar del pueblo. Hoy, finalicé el curso que me ha tenido subyugado temporalmente, más de lo acostumbrado, desde mediados del mes de Mayo. Me ha dado mucha pena. Y, como a casi todo lo que me da pena en esta vida, le dedicaré un post un día de estos. Lo echaré de menos. Aunque agradezco enormemente tener más tiempo para estudiar, ensayar, leer, pasear, escribir (o como ustedes llamen a esto que leen) y quedar con alguna despistada de su propia suerte. Como es de rigor, he inaugurado este pasajero regalo temporal, marchándome raudo al pueblo toda la tarde. El pueblo, es ese apacible lugar en que antaño se escuchaba el suspiro de grillos y grillas y, hogaño, esa apacible atmósfera, se ha trocado en un deambular continuo de jovenzuelos, con total desprecio por la armonía del paisaje, sobre sus ruidosos quads. En esa tesitura, y para combatir la sonoridad de estos bisoños divertimentos, cogí la manguera. Me explico. No siendo que haya algún lector, de apellido libidinoso, que me tome la expresión anfibológicamente; aun con lo difícil que es tomarse las expresiones de esa manera. O sea, comencé regando las florecillas y el jardín como si en alguna otra ocasión lo hubiera hecho en mi vida. Incluso puse ciertos poses que harían suscitar las envidias más aviesas de avezados jardineros. Pero, por supuesto, no todo en esta vida iba a ser manguera. El pueblo siempre es buen lugar para el estudio de las materias más arduas y plúmbeas. Es, precisamente, por esta razón, tras mi pequeña sesión de jardinería, por la que me puse a la sombra de un manzano a entresacar los vericuetos jurídicos de la casación laboral. Sabiendo a ciencia cierta que no corría el riesgo, ni tan siquiera minúsculo, de que sobre mi frágil cabecita cayese una gran manzana; aserto al que me aferro, como si algo descubriera, por la época en que nos encontramos, claro. Y todo iba bien. Pero, tengo la buena y sana costumbre, y otras muchas buenas y sanas que no les cuento, de realizar el preceptivo descanso leyendo. Adiós, como seguramente habrán intuido, al estudio. Hay quien utiliza su descanso para rascarse salva sea la parte. E incluso quien prolonga, en tan alta actitud, ese descanso toda la vida. Pero a mí, ¡qué quieren que les diga!, me dio por la lectura. Habrá vicios peores; no les voy a decir que no. Pero es aquí cuando tengo que agradecer, profundamente, mi querencia por la lectura. Y en la actualidad por Dickens; Grandes esperanzas, nada menos. Ya disfrute el pasado verano de la lectura de Los papeles póstumos del club Pickwick, hilarante retrato de la clase alta de la sociedad inglesa decimonónica. Sin embargo, Dickens es algo más que hilaridad y derroche de elegante ironía; aunque esto lo convierte en un escritor absolutamente extraordianario. Me asombra quien afirma que leer a Dickens deprime. Vaticino, si de algo sirviera, que nada le hará feliz en la vida. Aunque, eso sí, auténtica pena me dan quienes jamás se asomen a sus páginas; la ternura de sus relatos, la minuciosa descripción de ambientes, la conspicua caracterización de sus personajes…en fin, leer a Dickens puede que no cambie a nadie la vida, pero quizá sí la forma en que pasar por ella. Y créanme, no se dan una idea de lo que educan, ¡con la falta que hace!, algunas lecturas. Claro que sólo saben, o aprecian, el verdadero valor de la cultura aquellos que la tienen. Para el resto, tiene el mismo valor que esas monedillas de céntimo que socarronamente nos devuelven en la panadería. Y es que es harto difícil vivir la vida siendo una especie exótica, criando tanto adocenado el pan. Gracias por leerme. En cierta manera, y aunque no será a diario hasta el fin del estío, he vuelto. Buenas noches.