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Una de las ventajas de tener familia repartida a lo ancho del globo, en estos momentos sólo en Argentina, y sin ánimo de criticar, radica en averiguar la disparidad existente en la prestación de determinados servicios. A modo de ejemplo, cabe destacar que en Argentina ir al dentista es gratuito. Esto tiene como resultado fundamental, que las personas que tienen problemas en su boca no entran en la consulta de estos especialistas con las manos en alto, como, en cambio, sí ocurre en nuestro país. Como consecuencia de lo anterior, y dado que el Estado en aquellas tierras no paga todo lo bien que desearían sus trabajadores, se produce un fenómeno, sin duda muy curioso, en forma de diáspora de estos profesionales y su asentamiento en otros territorios, a ser posible de su misma lengua, y en donde sus valiosísimos servicios sí estén bien remunerados, como en nuestra querida España. En suma nuestro país, nuestra patria, nuestra nación (aun con lo peligroso que resulta hoy día decir o escribir estos vocablos) tiene la suerte, qué digo suerte, ¡la inmensa fortuna!, de contar entre sus ciudadanos con un gran número de dentistas argentinos. Tan preparados como los nuestros, pero con un punto más de vivacidad en su actitud y actividad y su buena disposición a cobrar por lo que se les debe; ¿cómo lo diría sin ofender? quizá, como dicen en mi tierra, ¿dan la impresión de ser más pispos?
En cualquier caso, este sector no es el único que se ha visto favorecido por la llegada de profesionales de aquellos pagos, pues nuestros publicistas, de capacidad imaginativa un tanto limitada, ya cuentan con competencia de la pampa. El descubridor y principal responsable de la exportación a otros países de estos artistas, que más que publicistas parecen filósofos, y cuyo habla, aun carente de sentido lógico, en nada envidia el canto que los viejos marinos atribuían a las sirenas, bien pudo ser Coca Cola, multinacional simbolizada con pezuñas, cuernos y hedor a azufre por los comunistas. De los refrescos pasaron al mundo de la locomoción. Y sólo el tiempo dirá donde paren sus cada vez más cotizados pasos.
Su impronta inconfundible radica, como digo, en la palabra. Nuestros publicistas se arman de imágenes, sonido, efectos. En este sentido, puede dar la impresión de que la publicidad ideada por los argentinos es más precaria, más inconsistente, más endeble; pues no. Todo lo contrario. Es fabulosa. Aun sin música, las frases son tan bellas que dotan al conjunto de cierta musicalidad, de cierta armonía. Por poner un ejemplo castizo, quizá hayan visto un anuncio de champú cuya frase principal, y cuyo recuerdo me provoca fuertes jaquecas durante la noche, es “hay quien dice que la cabeza sólo sirve para pensar..”. ¡Cáspita! Para qué si no. Y ésta se dice, para quien no hace suya la máxima, con cierto aire peyorativo. Como si todo el mundo viviese de su pelo, de su cara bonita, del reflejo que le devuelve el espejo cada mañana.
Los publicistas españoles se han modernizado; es probable que sean más duchos en la utilización de las aplicaciones informáticas. Pero, en cambio, han perdido sabor, gancho, esa capacidad, siempre necesaria, de llamar la atención del consumidor. Por el contrario, los publicistas de la tierra del pelusa, se sirven de imágenes más simples, pero cargadas de mucho, y más hondo, significado: sus anuncios no se ven: se sienten, se escuchan, se agradecen como el niño que tiene la fortuna de cerrar sus ojos por las noches con la voz suave, profunda y sosegada de su abuelo mientras este le narra una historia.
Simplemente, quizá en las facultades españolas de publicidad, deberían prescindir de algo de teoría, y profundizar más en la capacidad imaginativa de sus discentes. Es probable que de ese modo, no se hiciese tan tedioso encender el aparato de televisión. Incluso tal vez, mera hipótesis, se podría llegar a ver una película por completo. Sería de todo punto aconsejable dada la cada vez más numerosa, a semejanza de la propia televisión argentina, cantidad de anuncios. Aunque hay que ser consciente de la dificultad de frenar la progresiva devaluación cualitativa de la televisión, pública y privada, a la que estamos asistiendo. Y del gran interés que debe haber en domeñar, y aborregar, al ciudadano. Así nos va.
Su impronta inconfundible radica, como digo, en la palabra. Nuestros publicistas se arman de imágenes, sonido, efectos. En este sentido, puede dar la impresión de que la publicidad ideada por los argentinos es más precaria, más inconsistente, más endeble; pues no. Todo lo contrario. Es fabulosa. Aun sin música, las frases son tan bellas que dotan al conjunto de cierta musicalidad, de cierta armonía. Por poner un ejemplo castizo, quizá hayan visto un anuncio de champú cuya frase principal, y cuyo recuerdo me provoca fuertes jaquecas durante la noche, es “hay quien dice que la cabeza sólo sirve para pensar..”. ¡Cáspita! Para qué si no. Y ésta se dice, para quien no hace suya la máxima, con cierto aire peyorativo. Como si todo el mundo viviese de su pelo, de su cara bonita, del reflejo que le devuelve el espejo cada mañana.
Los publicistas españoles se han modernizado; es probable que sean más duchos en la utilización de las aplicaciones informáticas. Pero, en cambio, han perdido sabor, gancho, esa capacidad, siempre necesaria, de llamar la atención del consumidor. Por el contrario, los publicistas de la tierra del pelusa, se sirven de imágenes más simples, pero cargadas de mucho, y más hondo, significado: sus anuncios no se ven: se sienten, se escuchan, se agradecen como el niño que tiene la fortuna de cerrar sus ojos por las noches con la voz suave, profunda y sosegada de su abuelo mientras este le narra una historia.
Simplemente, quizá en las facultades españolas de publicidad, deberían prescindir de algo de teoría, y profundizar más en la capacidad imaginativa de sus discentes. Es probable que de ese modo, no se hiciese tan tedioso encender el aparato de televisión. Incluso tal vez, mera hipótesis, se podría llegar a ver una película por completo. Sería de todo punto aconsejable dada la cada vez más numerosa, a semejanza de la propia televisión argentina, cantidad de anuncios. Aunque hay que ser consciente de la dificultad de frenar la progresiva devaluación cualitativa de la televisión, pública y privada, a la que estamos asistiendo. Y del gran interés que debe haber en domeñar, y aborregar, al ciudadano. Así nos va.
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