De palomas, palomos y miedo a la cultura.
Una de dos: o el título del post está en lo cierto o, me estoy volviendo un poco paranoico. Todo es posible, nada es descartable. Viene siendo tradicional que en León, por estas fechas, ubiquen la feria del libro antiguo allí donde en otras épocas moran y revolotean las palomas. La cuestión no es baladí, ya que las picaronas aves se tienen que buscar otro lugar de reposo, paz y sosiego y, lo que es más importante, otro sitio donde evacuar las cáscaras de pipa seca con que los despegados habitantes de esta generosa ciudad las obsequian a diario –para que luego digan-. Tíldenme, si quieren, de despistado, pero yo, todavía no he visto ni una sola paloma empachada y, en cambio, da gusto como defecan. Dicen que trae suerte que te cague encima un pájaro, no es por ser desconfiado pero, háganme caso, no se pongan debajo.
En cualquier caso, yo aquí había venido a hablar de cultura y, no, de las cualidades taumatúrgicas de la caca de pájaro –permítanme que generalice empero, para mí, todos los pájaros deponen igual, o sea. Que diría el maestro-. Pienso, sin llegar a fatigarme, que eso de presumir de cultura es cosa muy fea, más todavía, no teniéndola. Es tan gratificante pasearse por los puestos de libros, con las fijas, estáticas y hurañas miradas de los vendedores ávidos de plata contante y sonante sobre uno que, podría llamar al lapso temporal, mi momento Danone. Un momento en el que disfruto de mí casi obscenamente, verdadero placer adulto.
Pensaba que nada podía estropear mi bucólica escena interior pero, de repente, los vi. Una pareja de listillos que, en un momento dado, cogieron un volumen de Friedrich Nietzsche. El joven era moreno, alto, delgado, vaqueros ceñidos y unas zapatillas verdosas que desentonaban de forma pecadora con su chaqueta beis. La chica, habrán observado que no hay post en que no hable de ellas, era rubia, más baja que su acompañante, tenía un talle esbelto y proporcionado que, observando su redondeado y angelical rostro, le conferían un aspecto tentador. Pero el meollo no era el aspecto de ambos, como mis infatigables lectores habrán inferido, no. El meollo fue lo que dijeron al coger el libro: “cómo me gusta todo lo que he leído de Nietzsche”- dijo él con voz seria, grave y adusta-. Obsérvese, que no dijo qué es lo que había leído de él, pero da igual, se quedó tan ancho, se trataba de impresionar a la exuberante hembra que la invidente fortuna había puesto al lado suyo. Sin embargo, no lo consiguió, pues ella profirió al instante, con voz dulce, suave y embriagadora como la flauta de los pastorcillos de los villancicos –pues los de verdad no llevan flauta consigo, sépanlo ustedes, al menos, no ese tipo de flauta- lo siguiente: “pues yo todo lo que he leído de él me aburre bastante y además algunas cosas no las entiendo”. Bueno, tonta, pero sensata y, también, sincera, cualidad ésta, que reverdece, florece y refulge por su ausencia en las mujeres que se gustan demasiado a sí mismas.
El caso, es que todo esto lo debía estar pensando yo, y, se me debía estar reflejando en la cara, porque ambos levantaron la mirada hacia mí y con arrogancia, chulería y prepotencia –después de observar el volumen que yo tenía en las manos, “Las edades de Lulú”, libro goloso en general- me dieron la espalda, cosa que agradecí, porque la rubia además de talle tenía el culo igualmente bien formado, y se alejaron envaneciéndose en la gloria onírica de sus laureles intelectuales, en fin.
Compré tres libros a buen precio, “Madame Bobary”, “La Regenta” y una antología poética de Machado. Ni que decir tiene que ocupaban bastante, al menos, lo suficiente para no caberme en la mochila, con lo que me los lleve a casa en la mano. Ya era de noche, a pesar de hacer buena temperatura para el tiempo en que nos encontramos, en la ciudad no rebullía ni un alma. Atravesada la calle principal -Ordoño II-, al doblar la redondeada esquina donde se sitúa Hojaldres Alonso, cuyas privilegiadas vistas avizoran continuamente la estatua de Guzmán, dirigí mis pasos por Condesa Sagasta, una pequeña avenida cuyo paseo está flanqueado por árboles, jardines y arbustos de todo tamaño que desemboca en la Plaza de San Marcos. Una vez allí, al cruzar el Parque Quevedo, se llega a una pequeña plazoleta donde suele situarse, normalmente, lo que yo llamo la flor y nata del barrio. De nuevo, háganme caso, si alguna vez los persiguen navaja en ristre, no pongan los pies en polvorosa, enséñenles un libro y vade retro, huirán despavoridos, pusilánimes y con su vileza por los tobillos. Como yo llevaba no uno sino tres ejemplares, ni se me acercaron, mano de santo. Hay que ver.
Esto ha sido todo, pues, nada es gustoso si es largo, que diría Cervantes. Que tengan buena semana.
En cualquier caso, yo aquí había venido a hablar de cultura y, no, de las cualidades taumatúrgicas de la caca de pájaro –permítanme que generalice empero, para mí, todos los pájaros deponen igual, o sea. Que diría el maestro-. Pienso, sin llegar a fatigarme, que eso de presumir de cultura es cosa muy fea, más todavía, no teniéndola. Es tan gratificante pasearse por los puestos de libros, con las fijas, estáticas y hurañas miradas de los vendedores ávidos de plata contante y sonante sobre uno que, podría llamar al lapso temporal, mi momento Danone. Un momento en el que disfruto de mí casi obscenamente, verdadero placer adulto.
Pensaba que nada podía estropear mi bucólica escena interior pero, de repente, los vi. Una pareja de listillos que, en un momento dado, cogieron un volumen de Friedrich Nietzsche. El joven era moreno, alto, delgado, vaqueros ceñidos y unas zapatillas verdosas que desentonaban de forma pecadora con su chaqueta beis. La chica, habrán observado que no hay post en que no hable de ellas, era rubia, más baja que su acompañante, tenía un talle esbelto y proporcionado que, observando su redondeado y angelical rostro, le conferían un aspecto tentador. Pero el meollo no era el aspecto de ambos, como mis infatigables lectores habrán inferido, no. El meollo fue lo que dijeron al coger el libro: “cómo me gusta todo lo que he leído de Nietzsche”- dijo él con voz seria, grave y adusta-. Obsérvese, que no dijo qué es lo que había leído de él, pero da igual, se quedó tan ancho, se trataba de impresionar a la exuberante hembra que la invidente fortuna había puesto al lado suyo. Sin embargo, no lo consiguió, pues ella profirió al instante, con voz dulce, suave y embriagadora como la flauta de los pastorcillos de los villancicos –pues los de verdad no llevan flauta consigo, sépanlo ustedes, al menos, no ese tipo de flauta- lo siguiente: “pues yo todo lo que he leído de él me aburre bastante y además algunas cosas no las entiendo”. Bueno, tonta, pero sensata y, también, sincera, cualidad ésta, que reverdece, florece y refulge por su ausencia en las mujeres que se gustan demasiado a sí mismas.
El caso, es que todo esto lo debía estar pensando yo, y, se me debía estar reflejando en la cara, porque ambos levantaron la mirada hacia mí y con arrogancia, chulería y prepotencia –después de observar el volumen que yo tenía en las manos, “Las edades de Lulú”, libro goloso en general- me dieron la espalda, cosa que agradecí, porque la rubia además de talle tenía el culo igualmente bien formado, y se alejaron envaneciéndose en la gloria onírica de sus laureles intelectuales, en fin.
Compré tres libros a buen precio, “Madame Bobary”, “La Regenta” y una antología poética de Machado. Ni que decir tiene que ocupaban bastante, al menos, lo suficiente para no caberme en la mochila, con lo que me los lleve a casa en la mano. Ya era de noche, a pesar de hacer buena temperatura para el tiempo en que nos encontramos, en la ciudad no rebullía ni un alma. Atravesada la calle principal -Ordoño II-, al doblar la redondeada esquina donde se sitúa Hojaldres Alonso, cuyas privilegiadas vistas avizoran continuamente la estatua de Guzmán, dirigí mis pasos por Condesa Sagasta, una pequeña avenida cuyo paseo está flanqueado por árboles, jardines y arbustos de todo tamaño que desemboca en la Plaza de San Marcos. Una vez allí, al cruzar el Parque Quevedo, se llega a una pequeña plazoleta donde suele situarse, normalmente, lo que yo llamo la flor y nata del barrio. De nuevo, háganme caso, si alguna vez los persiguen navaja en ristre, no pongan los pies en polvorosa, enséñenles un libro y vade retro, huirán despavoridos, pusilánimes y con su vileza por los tobillos. Como yo llevaba no uno sino tres ejemplares, ni se me acercaron, mano de santo. Hay que ver.
Esto ha sido todo, pues, nada es gustoso si es largo, que diría Cervantes. Que tengan buena semana.
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