De mi vecina, el paseo y esa chica llamada Beatriz.
La semana pasada estuve estudiando. Lo estoy en ésta. Y lo estaré en las que vengan, faltaría. Como en esta semana, el sol estaba perezoso, galvanizado, exhalaba pigricia por doquier y a tutiplén. Dicha circunstancia, de ordinario baladí para el mindundi de provincias, saben ustedes -quizá mejor que yo, y quizá no tanto- que amilana el estado de ánimo; lo hace, además, de un modo paulatino, parsimonioso, casi imperceptible. De ahí mi celebración jubilosa ante el mínimo fulgor de un haz de luz, aun tenue e inconsistente como si de la promesa de un político se tratase. Para celebrarlo, y pensando siempre, como el que dice, en algo bueno, bonito y barato, me fui a dar un paseo. A mi fiel compañera indecisión ayudó el hecho, no por trivial menos decisivo, de pasar bajo mi ventana la vecina del tercero de la casa de enfrente con el portal en otra calle. Con sus zapatitos, su minifalda, sus gafitas de sol, su coletita y su perrito. A su andar, y siempre en mi barrio, acompaña un coro de silbidos, un coro de piropos y por acompañar, incluso un coro de poetas. La chica es, digámoslo y no lo guardemos, un encanto, una delicia, una criaturilla de inefable presencia e indeleble huella cardiaca. Dicen que huele bien, lo que ni pongo en duda ni pongo en certeza, no váyanse a pillar mis falanges. Se rumorea que ha sido chica de todos, lo que afirmo con la pena y tristeza de ser la excepción que la confirma. Pero una cosa está clara, diáfana, perspicua: la chica está en el mercado, y es costumbre española, de arraigo, clase y postín, cambiar vestuario con la que altera la sangre. A esto fui, pero sin ello volví.
Viendo aún desde mi ventana que el encanto se marchaba con la tarde, decidí ir en busca de vecinas como quien va a comprar unas bragas. Raudo acudí a la habitación en que mis huesos reposo hallan, y encontrándome por el camino, y a su vez pasillo, a mi madre, la dije que me marchaba. Poniendo mí madre grito en el cielo me descubrí no oyendo, mientras mi itinerario corto, próximo e inmaculado, iba siguiendo.
¿Qué me pongo? Me oí preguntar. La camisa agradaba a la vista, pero no era tarde de concierto, que Dios nos asista. La época del jersey, la pana y la prenda que abriga y el culo tapa ya pasó. A lucir culo, pues. La duda, tan honda como caprichosa, me asaltó sobre la cintura. Dicen que el rojo es el color con el que se viste aquél que busca que las miradas a su paso se vuelvan, pero también es color de casquivanas, arrabaleras y llamativos lamparones. El negro, en cambio, es color de discretos, de inseguros, de quienes desean pasar desapercibidos. Es el color que más estiliza, sin embargo, su elegancia es luctuosa. Y por último, notoria limitación la de mi armario, tenemos el color natural de los canarios. El amarillo es el color de quienes gustan de su belleza. Ni qué decir, y por ello digo, que es el mío. ¿Saben de aquél tan guapo que ya de mañana su rostro al espejo miraba, y contento con el reflejo que éste le devolvía, a besos lo sofocaba? Pues eso, coño.
Dirigí mis pasos, como quien sólo camina, hacia el que llamamos parque Quevedo. Al ladito del colegio Quevedo. Y tan sólo cruzando un puente, no por romano menos puente, donde el personaje que tantos nombres halló con sus huesos dio. La tarde era maravillosa, como sólo lo son en el prefacio del verano. Beatriz, una chica de la que siempre he estado enamorado, y que por vivir, lo debe hacer frente a la cascada de la glorieta del gobernador Carlos Pinilla, paseaba. Lo hacía con su madre. Esta chica es una copia de su madre menos usada, menos gastada y menos mujer. Ambas usan vaqueros, y la madre, incluso tiene uno por marido. Verlas andar al unísono, contonearse al unísono y al unísono, pero sin acritud, criticar al que una tiene por yerno y la otra por marido da cierta idea de lo que toda mujer, algún día, puede llegar a pensar.
El paseo, y por tanto el relato que les cuento, fue corto. Tenía la esperanza de encontrarme con otra chica, de la que también estoy enamorado (no sé como voy a ganar “pa” todas), pero no debió parecerle la tarde ni la mitad de bonita que a mí. Me contenté sólo con pensar en ella. No saben ustedes, vamos, ni se lo imaginan, lo que ganan no sólo las mujeres sino todas las personas en el pensamiento. Fuera de él, y ya de bruces con la realidad, mejor no hablar. Y no me tiren de la lengua. Como dice Sabino Fernández Campo: “lo que tiene interés no se puede contar y lo que se puede contar no tiene interés”. Buenas tardes; gracias por leerme.
Viendo aún desde mi ventana que el encanto se marchaba con la tarde, decidí ir en busca de vecinas como quien va a comprar unas bragas. Raudo acudí a la habitación en que mis huesos reposo hallan, y encontrándome por el camino, y a su vez pasillo, a mi madre, la dije que me marchaba. Poniendo mí madre grito en el cielo me descubrí no oyendo, mientras mi itinerario corto, próximo e inmaculado, iba siguiendo.
¿Qué me pongo? Me oí preguntar. La camisa agradaba a la vista, pero no era tarde de concierto, que Dios nos asista. La época del jersey, la pana y la prenda que abriga y el culo tapa ya pasó. A lucir culo, pues. La duda, tan honda como caprichosa, me asaltó sobre la cintura. Dicen que el rojo es el color con el que se viste aquél que busca que las miradas a su paso se vuelvan, pero también es color de casquivanas, arrabaleras y llamativos lamparones. El negro, en cambio, es color de discretos, de inseguros, de quienes desean pasar desapercibidos. Es el color que más estiliza, sin embargo, su elegancia es luctuosa. Y por último, notoria limitación la de mi armario, tenemos el color natural de los canarios. El amarillo es el color de quienes gustan de su belleza. Ni qué decir, y por ello digo, que es el mío. ¿Saben de aquél tan guapo que ya de mañana su rostro al espejo miraba, y contento con el reflejo que éste le devolvía, a besos lo sofocaba? Pues eso, coño.
Dirigí mis pasos, como quien sólo camina, hacia el que llamamos parque Quevedo. Al ladito del colegio Quevedo. Y tan sólo cruzando un puente, no por romano menos puente, donde el personaje que tantos nombres halló con sus huesos dio. La tarde era maravillosa, como sólo lo son en el prefacio del verano. Beatriz, una chica de la que siempre he estado enamorado, y que por vivir, lo debe hacer frente a la cascada de la glorieta del gobernador Carlos Pinilla, paseaba. Lo hacía con su madre. Esta chica es una copia de su madre menos usada, menos gastada y menos mujer. Ambas usan vaqueros, y la madre, incluso tiene uno por marido. Verlas andar al unísono, contonearse al unísono y al unísono, pero sin acritud, criticar al que una tiene por yerno y la otra por marido da cierta idea de lo que toda mujer, algún día, puede llegar a pensar.
El paseo, y por tanto el relato que les cuento, fue corto. Tenía la esperanza de encontrarme con otra chica, de la que también estoy enamorado (no sé como voy a ganar “pa” todas), pero no debió parecerle la tarde ni la mitad de bonita que a mí. Me contenté sólo con pensar en ella. No saben ustedes, vamos, ni se lo imaginan, lo que ganan no sólo las mujeres sino todas las personas en el pensamiento. Fuera de él, y ya de bruces con la realidad, mejor no hablar. Y no me tiren de la lengua. Como dice Sabino Fernández Campo: “lo que tiene interés no se puede contar y lo que se puede contar no tiene interés”. Buenas tardes; gracias por leerme.
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