Sigue sorprendiendo que después de casi un siglo, sigan apareciendo noticias en los periódicos acerca de uno de los barcos más glamurosos, legendarios y efímeros de la historia. Y más de este calado. Los jóvenes de mi generación crecimos con las logradas y, probablemente, realistas imágenes del film de James Cameron y su ilustre reparto formado por actores como Leonardo di Caprio o Kate Winslet. Este film ganó 11 estatuillas. Y sus escenas se guardan en la retina de millones de espectadores que vibraron con el relato del trágico hundimiento. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, la hermosa joya que pendía indefensa e incluso minúscula ante la inefable belleza de los turgentes a la par que redondeados pechos de Kate? ¿Quién no se sintió imbuido de un espíritu de esperanza y dicha al comprobar que el amor entre dos jóvenes lozanos e irresponsables tenía cabida en un mundo clasista a pesar de la adversidad de las circunstancias? ¿Quién no sintió admiración, o acaso estupefacción, al comprobar que la inmensa tragedia que se cernía sobre esas vidas humanas no fue obstáculo para que los músicos siguiesen interpretando quizá la pieza final de sus propias vidas?
Pero como ven no era oro todo lo que relucía. Un barco que fue erigido para desafiar la potestad de los dioses, mostrar al mundo la grandeza del hombre y la ostentación de sus gustos, acabó hundiéndose en su diminuta grandeza; si acaso el oximorón fuere posible. Llamaban al Titanic el buque de los sueños, y lo era, realmente lo era. Ya ven.
Pero como ven no era oro todo lo que relucía. Un barco que fue erigido para desafiar la potestad de los dioses, mostrar al mundo la grandeza del hombre y la ostentación de sus gustos, acabó hundiéndose en su diminuta grandeza; si acaso el oximorón fuere posible. Llamaban al Titanic el buque de los sueños, y lo era, realmente lo era. Ya ven.
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