Praxis, Ignacio Camacho, mis circunstancias y yo
En el artículo hebdomadario de psicología de salita de El País Semanal, encuentro esta útil y preciosa leyenda para caminar por este valle de forúnculos:
“Dice una leyenda árabe que dos amigos viajaban por el desierto y discutieron. Uno acabó dando al otro una bofetada. El ofendido se agachó y escribió con sus dedos en la arena: “Hoy mi mejor amigo me ha dado una fuerte bofetada en la cara”.
Continuaron el trayecto y llegaron a un oasis, donde decidieron bañarse. El que había sido abofeteado y herido empezó a ahogarse. El otro se lanzó a salvarlo. Al recuperarse del posible ahogamiento, tomó un estilete y empezó a grabar unas palabras en una enorme piedra. Al acabar se podía leer: “Hoy mi mejor amigo me ha salvado la vida”.
Intrigado su amigo, le preguntó:
–¿Por qué cuando te hice daño escribiste en la arena y ahora escribes en una roca?
Sonriente, el otro respondió:
–Cuando un gran amigo nos ofende, debemos escribir la ofensa en la arena, donde el viento del olvido y del perdón se encargará de borrarla y olvidarla. En cambio, cuando un gran amigo nos ayuda o nos ocurre algo grandioso, es preciso grabarlo en la piedra de la memoria del corazón, donde ningún viento de ninguna parte del mundo podrá borrarlo”.
Jenny Moix, La arena y la roca.
“La sintaxis es una facultad del alma, decía Paul Valery, una cuestión moral que tiene que ver con el orden del pensamiento. El ser humano es un mono gramático (Paz) que estructura el mundo a través del lenguaje; por eso los griegos llamaban logos tanto a la palabra como a la idea. El hombre habla porque piensa pero también piensa porque habla; privado de la expresión que le da forma y sentido, el pensamiento es sólo una silenciosa forma de naufragio existencial, el fracaso social de una comunicación imposible. El lenguaje es la raíz de la esperanza, anota Carlos Fuentes; somos como hablamos, hablamos porque somos y necesitamos hablar para no dejar de ser”. Ignacio Camacho, en su magistral columna de hoy. Yo tuve una profesora de Lenguaje y Literatura en el Bachillerato, doña María Antonia Cañón, Cañón-Cañón para sus alumnos, que aseguraba que una buena sintaxis era sintomática de una cabeza bien amueblada. ¡Pero quién hacía caso de sus profesoras en el Bachillerato!
Ha hecho una tarde radiante, espléndida, maravillosa. Debía, y tras no hacerlo no cabe el arrepentimiento, haberme dedicado al estudio grato, placentero y machacón, pero es asaz complicado que el pajarillo se mantenga en la jaula estando ésta abierta, y llamando a voces, como lo hace, desde fuera, la noble y sabia madre naturaleza, perenne revitalizador de las gentes y sus vidas desde la misma noche de los tiempos. Con lo que aparqué por un momento mis queridísimas, y nunca suficientemente añoradas, leyes, y me dispuse a dar un voltio, un paseo, un estiramiento siempre moderado de los miembros y miembras de mi aún más querido cuerpo. Dada la inusitada temperatura de que gozaba hoy la capital leonesa, estaban aceras, parques y paseos todos ellos ocupados bellamente por viandantes, perritos y hembras puras, frescas y macizas como deliciosa fruta recién vendimiada. Una de mis naturales resistencias numantinas, y de la que con más frecuencia me jacto, es la de aguantarme cuando veo a una mujer de buen ver y no tocar, paseando con un pequeño can adecuadamente peinado, perfumado y vestidito, y no decirla aquello del ¿muerde?, y, ante la respuesta negativa de la dama, preguntarla entonces por la fierecilla. Y no lo hago, básicamente, porque la mujer de hoy día tiene muy mala leche, muy mala baba y muy poco desarrollada la percepción del agudísimo sentido del humor masculino, encajando bastante mal los cumplidos, las anécdotas y los comentarios triviales que le hace un hombre con la única intención de acercarse a ella y dar rienda suelta al poder que, según los anuncios más atrevidos y desinteresados, es capaz de desarrollar un simple desodorante. Y, claro, tampoco lo hago por mi desdichado acento irónico (no sé cómo se lo montará el genial Carlos Alsina). Pues con el tiempo he llegado a la conclusión de que, más aún que su sentido del humor, las mujeres detestan la ironía en los hombres. Esto, siempre y cuando la pillen, por supuesto. Las mujeres odian, repelen y se ponen deliciosamente histéricas cuando conocen a un hombre irónico, anfibológico, correoso o, simplemente, inteligente. Prefieren a un hombre llano, liso, que no destaque, que pase desapercibido. A veces pienso que no quieren a un hombre, a un varón, a un machote, y que sólo desean entregarse frenéticamente a su conocido vicio por las mascotas. Y así, cuando la caprichosa diosa fortuna pone frente a una mujer un caballero hábil, ingenioso o mordaz, la pituitaria de ésta se dispara, y manda fugaces señales a su cerebro para que corra, huya y, por lo que más quiera, no vuelva la vista atrás. Alguna, empero, se queda quieta, y opta por dar uso civilizado a sus incisivos lanzándose sobre la yugular del incauto. Víctima de sus víctimas, infeliz, despistado, simplemente tonto. No les cuento mi particular de hoy por aquello del pecado y el pecador, pero sépase que la desgraciada no rió mi gracia, no alabó mi donosura, no admiró mi talle, mi fuste, mi garbo. A punto estuve de hacerla entrar en juicio perdiendo yo el mío. Pero, ¡quia!, me dije, “las batallas contra la mujeres son las únicas que se ganan huyendo”, se afirma que dijo uno de los más grandes estrategas de todos los tiempos. Y, por lo tanto, me fui. Aunque ahora que caigo, todo el mundo sabe que Napoleón Bonaparte, además, también era un calzonazos. A buenas horas…
Pasen un buen fin de semana. Gracias por leerme. Y conserven siempre su infinita paciencia.
“Dice una leyenda árabe que dos amigos viajaban por el desierto y discutieron. Uno acabó dando al otro una bofetada. El ofendido se agachó y escribió con sus dedos en la arena: “Hoy mi mejor amigo me ha dado una fuerte bofetada en la cara”.
Continuaron el trayecto y llegaron a un oasis, donde decidieron bañarse. El que había sido abofeteado y herido empezó a ahogarse. El otro se lanzó a salvarlo. Al recuperarse del posible ahogamiento, tomó un estilete y empezó a grabar unas palabras en una enorme piedra. Al acabar se podía leer: “Hoy mi mejor amigo me ha salvado la vida”.
Intrigado su amigo, le preguntó:
–¿Por qué cuando te hice daño escribiste en la arena y ahora escribes en una roca?
Sonriente, el otro respondió:
–Cuando un gran amigo nos ofende, debemos escribir la ofensa en la arena, donde el viento del olvido y del perdón se encargará de borrarla y olvidarla. En cambio, cuando un gran amigo nos ayuda o nos ocurre algo grandioso, es preciso grabarlo en la piedra de la memoria del corazón, donde ningún viento de ninguna parte del mundo podrá borrarlo”.
Jenny Moix, La arena y la roca.
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“La sintaxis es una facultad del alma, decía Paul Valery, una cuestión moral que tiene que ver con el orden del pensamiento. El ser humano es un mono gramático (Paz) que estructura el mundo a través del lenguaje; por eso los griegos llamaban logos tanto a la palabra como a la idea. El hombre habla porque piensa pero también piensa porque habla; privado de la expresión que le da forma y sentido, el pensamiento es sólo una silenciosa forma de naufragio existencial, el fracaso social de una comunicación imposible. El lenguaje es la raíz de la esperanza, anota Carlos Fuentes; somos como hablamos, hablamos porque somos y necesitamos hablar para no dejar de ser”. Ignacio Camacho, en su magistral columna de hoy. Yo tuve una profesora de Lenguaje y Literatura en el Bachillerato, doña María Antonia Cañón, Cañón-Cañón para sus alumnos, que aseguraba que una buena sintaxis era sintomática de una cabeza bien amueblada. ¡Pero quién hacía caso de sus profesoras en el Bachillerato!
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Ha hecho una tarde radiante, espléndida, maravillosa. Debía, y tras no hacerlo no cabe el arrepentimiento, haberme dedicado al estudio grato, placentero y machacón, pero es asaz complicado que el pajarillo se mantenga en la jaula estando ésta abierta, y llamando a voces, como lo hace, desde fuera, la noble y sabia madre naturaleza, perenne revitalizador de las gentes y sus vidas desde la misma noche de los tiempos. Con lo que aparqué por un momento mis queridísimas, y nunca suficientemente añoradas, leyes, y me dispuse a dar un voltio, un paseo, un estiramiento siempre moderado de los miembros y miembras de mi aún más querido cuerpo. Dada la inusitada temperatura de que gozaba hoy la capital leonesa, estaban aceras, parques y paseos todos ellos ocupados bellamente por viandantes, perritos y hembras puras, frescas y macizas como deliciosa fruta recién vendimiada. Una de mis naturales resistencias numantinas, y de la que con más frecuencia me jacto, es la de aguantarme cuando veo a una mujer de buen ver y no tocar, paseando con un pequeño can adecuadamente peinado, perfumado y vestidito, y no decirla aquello del ¿muerde?, y, ante la respuesta negativa de la dama, preguntarla entonces por la fierecilla. Y no lo hago, básicamente, porque la mujer de hoy día tiene muy mala leche, muy mala baba y muy poco desarrollada la percepción del agudísimo sentido del humor masculino, encajando bastante mal los cumplidos, las anécdotas y los comentarios triviales que le hace un hombre con la única intención de acercarse a ella y dar rienda suelta al poder que, según los anuncios más atrevidos y desinteresados, es capaz de desarrollar un simple desodorante. Y, claro, tampoco lo hago por mi desdichado acento irónico (no sé cómo se lo montará el genial Carlos Alsina). Pues con el tiempo he llegado a la conclusión de que, más aún que su sentido del humor, las mujeres detestan la ironía en los hombres. Esto, siempre y cuando la pillen, por supuesto. Las mujeres odian, repelen y se ponen deliciosamente histéricas cuando conocen a un hombre irónico, anfibológico, correoso o, simplemente, inteligente. Prefieren a un hombre llano, liso, que no destaque, que pase desapercibido. A veces pienso que no quieren a un hombre, a un varón, a un machote, y que sólo desean entregarse frenéticamente a su conocido vicio por las mascotas. Y así, cuando la caprichosa diosa fortuna pone frente a una mujer un caballero hábil, ingenioso o mordaz, la pituitaria de ésta se dispara, y manda fugaces señales a su cerebro para que corra, huya y, por lo que más quiera, no vuelva la vista atrás. Alguna, empero, se queda quieta, y opta por dar uso civilizado a sus incisivos lanzándose sobre la yugular del incauto. Víctima de sus víctimas, infeliz, despistado, simplemente tonto. No les cuento mi particular de hoy por aquello del pecado y el pecador, pero sépase que la desgraciada no rió mi gracia, no alabó mi donosura, no admiró mi talle, mi fuste, mi garbo. A punto estuve de hacerla entrar en juicio perdiendo yo el mío. Pero, ¡quia!, me dije, “las batallas contra la mujeres son las únicas que se ganan huyendo”, se afirma que dijo uno de los más grandes estrategas de todos los tiempos. Y, por lo tanto, me fui. Aunque ahora que caigo, todo el mundo sabe que Napoleón Bonaparte, además, también era un calzonazos. A buenas horas…
Pasen un buen fin de semana. Gracias por leerme. Y conserven siempre su infinita paciencia.
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