Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

05 julio 2010

El partido

Este fin de semana, como es lógico y natural, concretamente en uno de los bares del pueblo, estuve viendo a la Selección Española de fútbol. Podía haberla visto en casa; pero un partido de cuartos, y no digamos un partido de cuartos de la selección española, como la propia Sevilla, tiene un color especial. Pensaba, pobrecito de mí, que apenas estaríamos mi padre, el dueño del bar, y el menda. ¡Cómo lo echaban en abierto! Pero claro, se me había olvidado que la fiebre de la roja se había extendido como las fragancias de la mujer de mundo lo hacen allí por donde ésta pisa. Y así, en el bar estaban, como aglutinados, un porcentaje nada desdeñable de toda la población del pueblo. Como mi señor padre y yo habíamos llegado un poco tarde, porque nos entretuvimos con un vecino del barrio que estaba sentado en la plaza, como haciendo guardia por si venían los malos y se llevaban la iglesia, tuvimos que ver la primera parte de pie, sujetando la barra, y adoptando esa fingida postura de comodidad y gratitud por la vida que se adopta cuando uno, precisamente, no está lo que se dice ni cómodo ni agradecido. Había muchas muchachas, de esas guapas, frescas y pizpiretas que uno se pregunta de dónde carajo habrán salido. Es sabido, y casi olvidado, que las hembras, como las delicadas florecillas del campo, están mucho más vistosas en esta época del año. Pero no me imaginaba yo que iba a estar el patio tanto y tan bien guarnecido. Ya comenzado el partido, es decir, cuando las pupilas del personal andaban distraídas en algo que estaban echando en la tele, yo me puse a observar, que es algo que está muy bien pero que pagan verdaderamente mal, y me dejé llevar por ese espíritu contemplativo que Dios, mi padre o vayan ustedes a saber quién me ha dado. La mayoría de la gente iba vestida de rojo, como los futbolistas; pero, a diferencia de éstos, también llevaban la cara del mismo color. ¡Una tomatina humana!, dirán ustedes; pues no. Sólo aficionados especialmente comprometidos con el equipo de Vicente, que rima con gente y, si nos atenemos al dicho, con una temperatura determinada en las posaderas. No tenían vuvuzelas, cosa que agradecí todo lo que es de buen cristiano agradecer. Pero sí tenían, en cambio, banderas. Muchísimas banderas. Había banderas por todas partes. Yo creo que incluso quitaron la del Ayuntamiento y la pusieron debajo de la tele. En la segunda parte, mi padre, me abandonó. Entendiendo por tal, por supuesto, todo lo que un padre puede abandonar a su hijo llegada una determinada edad. Y lo hizo, además, por el cura del pueblo. Gran aficionado, por otra parte, agárrense los machos o lo que tengan a mano, al Deportivo de la Coruña. El fútbol tiene estas cosas: crea vínculos allí donde nadie sensato, juicioso o de raciocinio moderado crearía ninguno. ¡Pero qué se le habrá perdido al cura en la Coruña, vamos a ver! Y pasaba el tiempo, y las cervezas, y los vítores incoherentes… y España que no marcaba. Desasosiego colectivo, que diría un sociólogo leído ¡Y van y pitan un penalti contra los nuestros! El acabose, oigan. No se cayó el bar, porque creo que era física y estructuralmente improbable que se cayese, pero fíjense. Qué disgustos. Y qué llantos. Y cómo se comían las uñas (creo que eran las uñas) las muchachas. Y cómo se agarraban la camiseta: suplicantes, devotas, desesperadas. Y los muchachos las miraban con el rabillo del ojo a ver si se confundían, frescos iban, y les agarraban a ellos. Pero no cayó la breva, vaya. Para desconsuelo grande de los mozos. Y menos mal que estaba Iker, no me digan. Y entonces va el árbitro, justo a continuación, ¡y pita un penalti a favor de España! Sin tiempo para la recuperación ánimica de la muchedumbre. Y, como en el chiste, ¡en la repetición lo falla! Hay que fuckyourself, que diría mi querida y admirada Rosa Belmonte. Menos mal que ahí estaba Villa: el guaje, que le dicen. Y la Carbonero, con esos labios como frambuesas y esos ojos de reportera que se ha echado un buen novio. La cosa, al menos eso parecía, se arreglaba. Pero Paraguay seguía apretando, y corriendo, y jugando un buen fútbol. Sus caras dibujaban un poema épico, un sentimiento lírico, un denodado y sobrenatural esfuerzo: como en ese anuncio que rodaron en vísperas vestidos de marineritos (para mofa socarrona de los Manolos, que cada día se creen más esplendidos y fenomenales, aunque, realmente, cada día tengan menos gracia). Y bueno, seamos honestos, hay que decir y reconocer, aunque sea por lo bajini, que es como se dicen y reconocen las cosas en España, que menos mal que el partido no duró ni diez minutos más, porque, la roja, sin ánimo ni ganas de malmeter, casi no moja.