Introspección
“SI tuviera que escoger sólo una entre las lecciones que nos
brinda la Historia
yo me quedaría con ésta: El odio es el peor padre que podemos dar a nuestros
hijos. Engendra monstruos sedientos de revancha, ayunos del amor que nos
humaniza, impermeables a cualquier intento de sometimiento a la fuerza de la
razón, fanáticos de la sinrazón que encuentra su origen y su proyección en la
utilización indiscriminada de la fuerza”.
Isabel San Sebastián, Hijos del odio, en el ABC de hoy.
¿Conocemos lo que sabemos o necesitamos de algo o alguien
que nos ayude a averiguarlo? Todo el mundo parece advertir los límites de su
exigua o prolija sapiencia, porque, al fin y al cabo, supone afirmar
implícitamente que sabemos quién está detrás del semblante que nos devuelve el
espejo. Pero, seguramente, todos sucumbiríamos a un interrogatorio minucioso,
preciso, pormenorizado sobre nosotros mismos. Hasta tal punto que, en muchos
casos, no tanto las preguntas que nos formulen como las respuestas que demos nos
provocarán asombro, inquietud, miedo o una creciente irritación contra el
metomentodo que nos está poniendo en tal aprieto. Conocerse a uno mismo da
pánico. Es como asomarse a un precipicio del que desconocemos su profundidad, y
saber que, en cualquier momento, podemos caer por él. Empujados o motu proprio,
debido a esa terrible sensación o necesidad que a veces experimentamos de dar
un salto al vacío. Pero, alejándonos siquiera un momento del yo profundo,
íntimo, o inmanente, acerquémonos al yo intelectual, al yo que se preocupa por
su entorno, al yo que nos hace crecer como personas, profesionales, familiares
o ejemplares ciudadanos, al yo que cuestiona cuanto de imposición hay en la
vida. Ese yo del que, con toda seguridad, pasado el tiempo, más nos va a costar
desprendernos.
Es un verdadero placer charlar. Mantener una conversación
culta, animada, inteligente. No sólo sentir que podemos emitir una opinión
válida sobre un tema relativamente complicado, sino sentir que nos escuchan,
nos comprenden, y no digamos ya sí, además, comparten con nosotros nuestro más
que particular punto de vista. Es en esos momentos en los que, a pesar de la
que esté cayendo, nos sentiremos dichosos no sólo de existir, sino de nuestra
existencia. Y, la verdad, da igual el tema. Lo importante es el razonamiento,
la argumentación, el mayor o menor esfuerzo mental realizado para dar una opinión que esté a la altura; y que no nos haga quedar, simplemente, como
ineptos. En estas ocasiones, por extraordinario que parezca, alumbraremos
pensamientos que no sabíamos que teníamos. Y no me estoy refiriendo a la
ciencia infusa que con naturalidad y desparpajo solemnes exhiben sin pudor
cuanto lenguaraz correveidile pulula descontrolado por la villa. No. Me estoy
refiriendo a esa concatenación de felices reflexiones que con entusiasmo,
vehemencia, apasionamiento sin par realizamos en el cenit de una discusión
digna de tal nombre. Cogitaciones, muchas veces, forzadas: contra nuestra
voluntad, contra nuestra posición inicial, y a veces incluso contra nuestros
propios principios. Sintiendo que algo dentro de nosotros se mueve. Y que en eso
consiste sentirse vivo, despertar de un profundo letargo, o abrir los ojos después
de un largo tiempo con ellos completamente cerrados. ¿El resto? El resto es
morir en vida.
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