Jam Session

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

22 noviembre 2012

Introspección


“SI tuviera que escoger sólo una entre las lecciones que nos brinda la Historia yo me quedaría con ésta: El odio es el peor padre que podemos dar a nuestros hijos. Engendra monstruos sedientos de revancha, ayunos del amor que nos humaniza, impermeables a cualquier intento de sometimiento a la fuerza de la razón, fanáticos de la sinrazón que encuentra su origen y su proyección en la utilización indiscriminada de la fuerza”.


Isabel San Sebastián, Hijos del odio, en el ABC de hoy.



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¿Conocemos lo que sabemos o necesitamos de algo o alguien que nos ayude a averiguarlo? Todo el mundo parece advertir los límites de su exigua o prolija sapiencia, porque, al fin y al cabo, supone afirmar implícitamente que sabemos quién está detrás del semblante que nos devuelve el espejo. Pero, seguramente, todos sucumbiríamos a un interrogatorio minucioso, preciso, pormenorizado sobre nosotros mismos. Hasta tal punto que, en muchos casos, no tanto las preguntas que nos formulen como las respuestas que demos nos provocarán asombro, inquietud, miedo o una creciente irritación contra el metomentodo que nos está poniendo en tal aprieto. Conocerse a uno mismo da pánico. Es como asomarse a un precipicio del que desconocemos su profundidad, y saber que, en cualquier momento, podemos caer por él. Empujados o motu proprio, debido a esa terrible sensación o necesidad que a veces experimentamos de dar un salto al vacío. Pero, alejándonos siquiera un momento del yo profundo, íntimo, o inmanente, acerquémonos al yo intelectual, al yo que se preocupa por su entorno, al yo que nos hace crecer como personas, profesionales, familiares o ejemplares ciudadanos, al yo que cuestiona cuanto de imposición hay en la vida. Ese yo del que, con toda seguridad, pasado el tiempo, más nos va a costar desprendernos.

Es un verdadero placer charlar. Mantener una conversación culta, animada, inteligente. No sólo sentir que podemos emitir una opinión válida sobre un tema relativamente complicado, sino sentir que nos escuchan, nos comprenden, y no digamos ya sí, además, comparten con nosotros nuestro más que particular punto de vista. Es en esos momentos en los que, a pesar de la que esté cayendo, nos sentiremos dichosos no sólo de existir, sino de nuestra existencia. Y, la verdad, da igual el tema. Lo importante es el razonamiento, la argumentación, el mayor o menor esfuerzo mental realizado para dar una opinión que esté a la altura; y que no nos haga quedar, simplemente, como ineptos. En estas ocasiones, por extraordinario que parezca, alumbraremos pensamientos que no sabíamos que teníamos. Y no me estoy refiriendo a la ciencia infusa que con naturalidad y desparpajo solemnes exhiben sin pudor cuanto lenguaraz correveidile pulula descontrolado por la villa. No. Me estoy refiriendo a esa concatenación de felices reflexiones que con entusiasmo, vehemencia, apasionamiento sin par realizamos en el cenit de una discusión digna de tal nombre. Cogitaciones, muchas veces, forzadas: contra nuestra voluntad, contra nuestra posición inicial, y a veces incluso contra nuestros propios principios. Sintiendo que algo dentro de nosotros se mueve. Y que en eso consiste sentirse vivo, despertar de un profundo letargo, o abrir los ojos después de un largo tiempo con ellos completamente cerrados. ¿El resto? El resto es morir en vida.