Rutina
Tarde fría, airosa, y con una incipiente amenaza de lluvia
que no termina de concretarse. La gente coge sus paraguas por necesaria precaución;
yo a modo de bastón, con una infinita nostalgia de épocas pasadas, y que sólo
conozco por la literatura, el cine y mi ingenua imaginación. Saludo con una
sonrisa, aunque hay quien no responde ni al saludo, ni a la sonrisa. La buena
educación es un bien que cotiza al alza en nuestra querida sociedad, no me
digan. La peluquera aún no ha abierto. Según el horario, y las buenas y
cristianas costumbres, a las cinco ya debería estar esquilando testas: se
acercan las seis y nadie sabe nada de ella. Pero no pasa nada. Me la encuentro
al doblar la esquina dándole a la lengua con la quiosquera, amiga íntima con la
que sale a comprobar la calidad y el estado del ganado leonés (con alevosía y
nocturnidad, evidentemente). Me levanta la mano riendo y señala mis negros cabellos
con sus lindos deditos recordándome que ya me queda poco. La estanquera y su
marido, los bordes del barrio, en su línea. Para mí que de jóvenes no tuvieron
muchos amigos. Qué lástima que su hija esté como un queso. En el parque ya no
queda una sola hoja. Quiero decir, claro, encima de los árboles. Porque se han
caído todas al suelo, apenas se distinguen los caminos, y los operarios de
limpieza tienen la diligencia acostumbrada. Un gitanillo me pide fuego, le digo
que no con el dedo y sigo adelante. Lo dejé atrás dando voces con una dicción y
un vocabulario verdaderamente envidiables, todo indignado porque no lo había
mirado a la cara, y afirmando que a él esas cosas no se le hacen. Poco después
me repetirá la misma pregunta un nini de estos que salen en los programas de la
tele tratando de hacer entrar en razón a los profesionales de la psicología. Parece
que hoy era el día de los fumadores. Aunque me temo que defraudé bastantes
expectativas, terminé bastante encendido. En el río hacía un frío del carajo.
Pasaron corriendo un par de señoritas con uno de esos trajes que anuncia el
Decathlon, fluorescentes, calentitos, y que las aprieta tanto el culito que las
hace un figurín adorable. Oh, qué comentario tan machista me ha salido, mecachis.
Pero hay tanto perrito suelto, y hay que evitar tanta deyección por doquier,
que apenas dejan a uno disfrutar del paisaje como es debido. Cosas curiosas que
tiene esta vida, por la mañana leí en el periódico local que un turista se lanzó
al río a darse un baño y casi muere por una hipotermia. Disculpen el tono, pero
hay que estar tonto. También he leído que el Ayuntamiento piensa (aunque les
parezca increíble) aumentar los aparcamientos de pago en otras tres avenidas. Eso
está muy bien. Porque, según mis cálculos, creo que ya no podrán ampliarlo más.
Ya no quedan calles donde se pueda aparcar gratis. Ni políticos capaces de
alumbrar tan buenas y rebuscadas ideas. No me digan. Les dejo. Pues, como habrán
podido observar, la tarde ha sido de un soso insoporteibol.
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