La estirpe de Larra. Por Ignacio Camacho:
"Jamás podré olvidar la maldita, afilada, traicionera, asesina madrugada de junio en que mi teléfono de director de ABC sonó para dejarme estacado en la alta noche con el desgarrado y brutal garrotazo de la muerte de Campmany. De golpe el tiempo huyó de él, como decía Proust, y luego abandonó a Umbral en un verano reciente de fuego y silencio, y nos dejó doblemente huérfanos, congelados, ayunos del latido matinal de su magisterio y de su rebeldía, desabrigados de su verbo tempestuoso e indómito, solos como fantasmas exangües vagando por un claustro ruinoso de columnas truncadas. Ha dicho Raúl del Pozo que es costumbre arraigada del periodismo glosar, como Homero, la gloria póstuma de nuestros héroes desaparecidos, del mismo modo que es obligación de los hijos enterrar a sus padres y honrar su memoria; pero en ninguna parte quedan escritos cantos ni glosas para el desamparo cóncavo y desconsolado de los que permanecen a este lado de la despedida. Bien seguro estoy de que Raúl, que ganó el premio González Ruano con su obituario a nuestro inolvidable compañero Jaime, como yo mismo en esta hora de recibirlo por despedir a Umbral con mucho menos brillo del que se merecía su inalcanzable grandeza, sabemos que no habría mejor consuelo que el de seguir leyendo a ambos maestros y aprendiendo de su ejemplar ejercicio iluminado en vez de contemplar y a duras perseguir, desde la lejanía sin reparo de la ausencia, la rutilante estela de fuego que ambos dejaron como cometas irrepetibles en el firmamento del periodismo y la literatura.
Sobre esas estelas de genio y raza ha transitado el columnismo español de los últimos 25 ó 30 años. Si Campmany era el modelo del periodista total, articulista, director, poeta, editorialista e informador, que había cocinado en todos los fogones del oficio, Umbral fue para mi generación el hallazgo baudeleriano y refulgente de una manera de hacer literatura en los periódicos a partir de los materiales inmediatos de la actualidad y de la vida urbana. De alguna forma, el atractivo magnético, la seducción poderosa de esa vocación casi suicida, inmoladora, de samurai literario, ha ejercido sobre los periodistas españoles que hoy tienen menos de cincuenta años una influencia terminante y decisiva, creando una deuda moral a la que el artículo ahora premiado trataba de rendir modesto homenaje de deferencia y de respeto. También de reconocimiento genérico a esa estirpe esclarecida y rebelde que, desde Larra hasta hoy, ha insuflado en las páginas de nuestra prensa, no pocas ocasiones a contraviento del sectarismo y de la intolerancia, del fanatismo y de la superchería, un espíritu de crítica y de independencia que recorre como un soplo de libertad la atmósfera tantas veces viciada de nuestro sistema de opinión pública.
Umbral y Campmany, como antes Ruano y Cavia, como ahora nuestro decano Alcántara, admirable hermano mayor de la Archicofradía de la Sagrada Columna, o Burgos, o Vicent, o Muñoz Molina, o Prada o Pérez Reverte -todos ellos integrantes de esa lista de excelencia de este galardón, en la que no dejo de sentirme un intruso- nos han enseñado que literatura y periodismo no sólo no son de ningún modo incompatibles, sino que conforman una misma tarea siamesa de contar el mundo con la palabra escrita, la vista larga y la distancia corta, mediante la herramienta precisa, cabal y estructurada del idioma.
Eso es lo que somos: simples testigos de los pliegues de las arrugas de los recodos de la Historia. Labriegos de la frase, letraheridos braceros de la prosa con la cabeza alzada al cielo en busca del relámpago que ilumine la sombra de una idea con la que arar nuestros baldíos de papel. Por cada idea un artículo, y por cada artículo una idea, enseñó el maestro César, cuyo nombre prestigia este premio que hoy tengo el honor de recibir, aunque no sé si de merecer. Porque no reclamo otro mérito que el de ser un modesto hermano menor de la Sagrada Cofradía de la Columna, un nazareno de último tramo que cada día se obliga a la jubilosa penitencia de procesionar en pos de una vocación llevando a cuestas el cirio de la pasión de escribir.
Un periodista que no sea o no aspire a ser un escritor, sentenció Ruano, se queda sólo en un cotilla. Y ello es así porque el artículo es un retazo de realidad envuelto en un papel e incendiado por las llamas del estilo, una mirada al mundo pautada en la extensión de un ideograma, un relato caliente y cotidiano de hechos que se sumergen bajo la materia líquida del pensamiento urgente. Es el retrato de un instante embellecido por una metáfora, el reflejo de un detalle rescatado por un fogonazo de claridad, el eco de una anécdota trascendida por la música de una categoría o de una idea.
Pero de ellos, de los maestros idos, de su sólida cohesión moral y de su luminosa independencia de criterio, aprendimos también que no es el nuestro un oficio de fuegos artificiales, ni de hueca pirotecnia dialéctica que se pierde en el aire desvanecida con el eco de un trueno, sino que el privilegio de escribir, y sobre todo la facultad de publicar, llevan implícita una voluntad de contribuir a la formación de estados de conciencia, un profundo compromiso ético e intelectual con la microhistoria de este tiempo. No basta con el fulgor del estilo, ni con el brillo de la retórica, ni con el parapeto del humor, ni con el requiebro del ingenio, ni con la humareda estampada de las metáforas, ni con la mirada distante, endogámica, displicente o agnóstica de un intruso indiferente o de un observador ajeno; el columnismo diario nos involucra y nos desgasta, nos desafía y nos concierne, nos reclama y nos arrastra a tomar posición y ensuciarnos las manos, a la manera de Sartre, en la defensa de una visión del mundo, del pensamiento, de la sociedad y de la política. Porque sabemos que no estamos solos hemos de ser independientes, pero no neutrales; escépticos pero no cínicos; sarcásticos pero no impíos; descreídos pero no indiferentes. Y por incrédulos que nos vuelva la experiencia, por coriácea que se nos haga la piel a fuerza de desencantos, por relativa que resulte la trascendencia efímera y volandera de nuestras palomitas de papel, sabemos, con Kapuszynky, que no hay cabida para el cinismo en este oficio envenenado de pasiones.
El columnismo es literatura, sí. Pero literatura construida con una materia que no está hecha de sueños, sino de esas bárbaras, terribles, amorosas crueldades en que Celaya cifró las verdades de la vida. Literatura de ruido y de furia, de amargura y fracaso, de turbulencia y de rabia. Literatura comprometida de realidades y de convicciones, encharcada de contradicciones, polémicas, fragores, tormentas y, allá al fondo, alguna lejana esperanza de encontrar la leve complicidad de un sentimiento. Si la novela es, como enseñó Sthendal, un espejo a lo largo del camino, el artículo es un mensaje en una botella lanzado a un mar de lectores sin rostro, un espejo sin azogue al que nos asomamos cada día para decir lo que vemos y pensamos sin saber quién está detrás. Agarrados a la barandilla de las palabras como única certeza ante un abismo cuyo vértigo de soledad nos abduce y nos devora. A veces, premios como el González Ruano devuelven el eco consolador de la confianza en que hay, en efecto, alguien al otro lado".
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