Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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Lugar: León, Spain

En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

03 enero 2009

Noche vieja

Han pasado tres días desde la noche de fin de año. Ya queda menos para la siguiente. Estuve tocando en Cármenes. Un pequeño y acogedor pueblecito de la provincia de León, perdido entre las arrogantes hoces de Vegacervera. Decía un encanecido feriante que con puntualidad inglesa aparcaba su tiroalmono frente a la iglesia de mi pueblo en las fiestas de su patrona, que, en Cármenes, se pescaban las mejores truchas de toda la provincia. Puede ser. Pero como ustedes comprenderán, los músicos no pescan. Y menos peces. Los músicos más bien comen. Y en ocasiones, también engullen. Debido a las maravillosas fechas en que nos encontramos, y a que la altitud del pueblo a cuyo Casino nos dirigiríamos era ciertamente considerable, seguí con verdadero interés los partes meteorológicos estos días pasados. Saqué varias conclusiones puntuales y sumamente inútiles para la empresa que me ocupaba: la nueva mujer del tiempo es guapa, pero no demasiado; habla mucho, pero no lo necesario; viste de un modo elegante, correcto y verdaderamente agradable, pero desconozco hasta qué punto es ese extremo necesario para dar adecuadamente el parte meteorológico. Temía sobre todo la nieve. Y la niebla también, pero en segundo orden. Ninguno de mis temores se materializó. La carretera, en cambio, aún mostraba vestigios de la inmensa tormenta blanca que asoló nuestra tierra y gran parte de la península hará unas dos semanas.

Al llegar bajamos del coche. El batería, con semblante serio y circunspecto, me aseguró que el pueblo olía a cabra. No pude replicarle. Jamás he olido, ni interés tengo, a una cabra. En cualquier caso, le supliqué que bajase el tono de sus palabras: y no tanto por las cabras, ya saben. El Casino era una hermosa casa de piedra situada en el centro del pueblo. Junto a la iglesia. Cuando llegamos ya había anochecido y no pudimos disfrutar del paisaje. Una pena. Dicen que el pueblo tiene unas vistas preciosas. El interior del local, con los obligados adornos navideños, lucía el aspecto de un pequeño teatro. En el fondo, se levantaba la tarima sobre la que los músicos montaríamos los bártulos. No era muy elevada. De todos modos, mi inexistente condición gimnástica me obligaría a usar las escaleras. Aunque por otra parte, ya hace tiempo que dejé de moverme por la vida a base de saltos.

El Casino no tenía calefacción. Sí tenía, en cambio, dos estufas. O al menos así las llamaban ellos, claro. Cuando las vi me parecieron dos artilugios curiosísimos. No estaban apartadas en alguno de los laterales del edificio, como entiendo que postulan los cánones estéticos actuales, sino en el medio de la sala. Hay quien en el sitio más vistoso y frecuentado de su casa pone su mejor mueble, su mejor cuadro o incluso su mejor hijo. Quia. Estufas.

Antes de ponernos a montar estuvimos charlando con los custodios, cual santa reliquia, del Casino municipal. Atrás quedaron los tiempos en que el paso a dichos recintos sólo se franqueaba a hombres, que no mujeres, de postín. Tiempos en blanco y negro. Tiempos en que los curas eran unos señores santos y los santos varones eran poco señores. Fíjense, que ya pasan hasta los músicos. El alcalde, el tesorero y el presidente de la junta vecinal, personalidades del lugar de cuyas bocas sobresalía lo que a toda vista parecían unos palillos, nos aguardaban en el interior del vetusto edificio. A nuestra llegada se vieron contentos. “¿Son los músicos, verdad?” Sí, respondimos con aire sonriente. “Montan ahí”. Y nos señalaron la antecitada tarima.

Antaño, la llegada de los músicos al pueblo el día de la fiesta era todo un acontecimiento celebrado por sus habitantes tanto como la propia fiesta. Pero esos tiempos se pierden adonde la memoria no llega ni con GPS. Hogaño, la llegada y partida de quienes nos dedicamos a amenizar las diversas festividades parroquiales, se celebra, por decirlo de algún modo elegante, con gran desinterés.

Al terminar de montar, de los ilustres personajes mencionados, no quedaban ni las migas de Pulgarcito. Pues hace falta algo más que un fin de año para cambiar a las personas. Y como se sabe, mal que no es de ahora, ya no mejora.

Comí las uvas con la familia y con Carlos Sobera. A todos nos encantan sus cejas saltonas y abundantes. Y su humor, cada vez más escaso: la fama ha llevado al antiguo profesor de derecho a sobreactuar casi cualquier cosa que presenta. Ha perdido naturalidad, que es eso tan ambiguo que le sale a George Clooney en la cara cuando aparece delante de las cámaras. Igartiburu bien, corazones. Mi padre se comió las doce uvas de la suerte diez minutos antes de que sonasen las campanadas. Mi hermano, en vez de doce se comió veinticuatro. Y mi abuela se comió sólo una. Todo muy español, por supuesto.

Finalizadas las campanadas bajé hacia el coche raudo como quien persigue un billete en movimiento por el aire, incapaz de darle alcance. Un vecino del barrio tuvo la amabilidad de poner su coche delante de nuestra cochera. Mi padre, toco furioso el claxon del coche. Llegó a insinuarme que lo mejor era llamar a la grúa. Sonreíme. Dicho servicio, en mi querida ciudad, nunca ha destacado por su presteza. ¡No iban a hacer una excepción en la última noche del año! Para colmo de males, tras las campanadas, se alborotó el vecindario. Mi propio hermano, con una de esas trompetillas que llevan los rufianes a los partidos de fútbol y baloncesto, y que levantan un espantoso dolor de cabeza, se asomó a la ventana y emuló el despertar de Tarzán, los Vikingos y los elefantes en celo. Le hubiese tirado un zapato si no fuese famoso por mi mala puntería. El caso es que por un milagro, o porque estamos en Navidad, el hombre del coche mal aparcado se dio por aludido. Bajó de su casa con gesto contrito y humilde y rumiando sin duda restos de uva. A medida que avanzaba por la ciudad con el coche observé como se tiraba, literalmente, todo León a la calle. Todos muy elegantes. Muy guapos. Aún no estaban borrachos.

De camino a Cármenes dibujé mentalmente la escena aproximada que estaría pasando por delante de la retina de las personas más queridas. Alguna de mis guapísimas amigas se estaría terminando de recomponer frente al espejo; mis amigos estarían perfeccionándose el nudo de la corbata; mi padre, ay, estaría contándole a mi familia que qué jeta tenía el vecino; y mi abuela supongo que ya estaría en la cama…en fin.

La nochevieja bien, gracias. Dicen en las películas americanas que un segundo antes de morir toda nuestra vida pasa por delante de nuestros ojos. Yo no pienso esperar al momento fatídico: creo que es saludable hacer inventario de nuestra vida, al menos, una vez al año. Y no pongan esa cara: estamos en navidad.

Propósitos para el nuevo año: “si hubiera que elegir entre la cautela y la imprudencia, deberíamos optar por la imprudencia. Con la cautela no se consiguen cosas, sólo se evitan problemas. Los osados se enredan en conflictos provocados por su impulsividad, por su exceso, por su pasión, pero también disfrutan de momentos excelsos, acometen acciones románticas, rompen moldes”. Pilar Varela.