Anécdota, literatura, es así
Hace un par de días, en León, cayó una de esas nevadas que ilustran las postales en estas entrañables fechas, que sumen en profundos trastornos a las más diversas ciudades, que incluso copan las imágenes de nuestros cada vez más depauperados noticiarios; y, a pesar de ser todo lo anterior verdaderamente asombroso, máxime en invierno, a la hora de costumbre me dirigí a por el pan al concurrido despacho del barrio, que es una de mis desconexiones diarias, vicio nada exótico, por otra parte.
Pensando de un modo razonable en mis propios problemas, cuando abandoné la panadería me fijé en que, sentados plácidamente en el banco de un parque cercano, estaban mi hermano y sus queridísimos amigotes: una pandilla nada exigua de gente ni-ni (ni estudian, ni trabajan), tenida por guapa y simpaticona, y con ostentosas ínfulas de ingenioso truhán. Levantando ligeramente la cabeza hacia el grupo, como dicen ellos, a modo de saludo chungo, me dirigía tranquilamente a mi casa cuando, de repente, pasó rozándome una bola de nieve de un blanco sucio, apretada sin ningún esmero, y disparada cual mujer en rebajas en busca de zapatos baratos u hombres igualmente devaluados. Resultando sorprendido por el no menos sorprendente suceso, me di la vuelta con gesto serio, adusto, circunspecto, displicente, desabrido e insulso y, ¿qué es lo que vieron mis ojos?, pues…un claro, flagrante y obsceno cachondeíto de la rupestre tropa a cuenta y costa del menda lerenda.
Viendo y no creyendo mi persona tal revuelo de pimpollos revoltosos, me dirigí con premura a recordarles la monserga del respeto a sus mayores, de la educación no recibida o con la apariencia de no haber sido suficientemente retenida, y de todas esas nobles cosas que, aun siendo mucho suponer, me supuse que les habrían repetido hasta la saciedad en sus respectivas escuelas. Resultado: nada de nada, oigan.
No obstante, después de todo, yo pienso que al acabar mi escuálida ponencia debió de haber algún punto que no les quedó del todo claro o con el que no estaban totalmente de acuerdo, porque me volvieron a bombardear otra vez, todos a una, como Fuenteovejuna, con renovadas y multiplicadas ganas. En cualquier caso, y como ustedes comprenderán, dado que soy hombre de ideales fijos, irreprimible carácter y con una personalidad de y por bandera, les miré fijamente para que supiesen con quién se las tenían. Pose en balde, señores. Pues…cosa curiosísima, y asaz extraña, ¡finalmente hubo que echar patas!
Por ello hay que decir, sin ningún ánimo de mantenerse en silencio, que está la juventud perdida. Si al llegar a casa, al menos, les cayesen unos azotes…
Esta exquisita columna de Ignacio Camacho, moviéndose en trineo esta semana por las tertulias de la radio.
Leyendo a Ignacio Ruiz Quintano, me encuentro con esta precisa, preciosa y necesaria cita de Ruano:
“el tonto, a la hora de acostarse y quedarse solo consigo mismo, no se plantea que es tonto, duda tremenda que acompaña al inteligente hasta la muerte”.
Aquí encuentro, casi sin querer, dos certezas bastante evidentes y, a pesar de ello, totalmente refutables:
1. Es evidente que hay hombres que durante toda su vida no se harán determinados planteamientos.
2. Otros muchos, en cambio, al leer esas líneas, qué duda cabe de que se situarán en el lugar equivocado.
Pasen un buen fin de semana. Gracias por leerme. Por cierto, aquí hace un frío del carajo. Ni la calefacción en casa, ni la ropa de abrigo en la calle. Se me están congelando las neuronas, las extremidades, y lo que no les cuento.
Les dejo: voy a ver si me caliento. Y no sean malpensados.
Pensando de un modo razonable en mis propios problemas, cuando abandoné la panadería me fijé en que, sentados plácidamente en el banco de un parque cercano, estaban mi hermano y sus queridísimos amigotes: una pandilla nada exigua de gente ni-ni (ni estudian, ni trabajan), tenida por guapa y simpaticona, y con ostentosas ínfulas de ingenioso truhán. Levantando ligeramente la cabeza hacia el grupo, como dicen ellos, a modo de saludo chungo, me dirigía tranquilamente a mi casa cuando, de repente, pasó rozándome una bola de nieve de un blanco sucio, apretada sin ningún esmero, y disparada cual mujer en rebajas en busca de zapatos baratos u hombres igualmente devaluados. Resultando sorprendido por el no menos sorprendente suceso, me di la vuelta con gesto serio, adusto, circunspecto, displicente, desabrido e insulso y, ¿qué es lo que vieron mis ojos?, pues…un claro, flagrante y obsceno cachondeíto de la rupestre tropa a cuenta y costa del menda lerenda.
Viendo y no creyendo mi persona tal revuelo de pimpollos revoltosos, me dirigí con premura a recordarles la monserga del respeto a sus mayores, de la educación no recibida o con la apariencia de no haber sido suficientemente retenida, y de todas esas nobles cosas que, aun siendo mucho suponer, me supuse que les habrían repetido hasta la saciedad en sus respectivas escuelas. Resultado: nada de nada, oigan.
No obstante, después de todo, yo pienso que al acabar mi escuálida ponencia debió de haber algún punto que no les quedó del todo claro o con el que no estaban totalmente de acuerdo, porque me volvieron a bombardear otra vez, todos a una, como Fuenteovejuna, con renovadas y multiplicadas ganas. En cualquier caso, y como ustedes comprenderán, dado que soy hombre de ideales fijos, irreprimible carácter y con una personalidad de y por bandera, les miré fijamente para que supiesen con quién se las tenían. Pose en balde, señores. Pues…cosa curiosísima, y asaz extraña, ¡finalmente hubo que echar patas!
Por ello hay que decir, sin ningún ánimo de mantenerse en silencio, que está la juventud perdida. Si al llegar a casa, al menos, les cayesen unos azotes…
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Esta exquisita columna de Ignacio Camacho, moviéndose en trineo esta semana por las tertulias de la radio.
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Leyendo a Ignacio Ruiz Quintano, me encuentro con esta precisa, preciosa y necesaria cita de Ruano:
“el tonto, a la hora de acostarse y quedarse solo consigo mismo, no se plantea que es tonto, duda tremenda que acompaña al inteligente hasta la muerte”.
Aquí encuentro, casi sin querer, dos certezas bastante evidentes y, a pesar de ello, totalmente refutables:
1. Es evidente que hay hombres que durante toda su vida no se harán determinados planteamientos.
2. Otros muchos, en cambio, al leer esas líneas, qué duda cabe de que se situarán en el lugar equivocado.
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Pasen un buen fin de semana. Gracias por leerme. Por cierto, aquí hace un frío del carajo. Ni la calefacción en casa, ni la ropa de abrigo en la calle. Se me están congelando las neuronas, las extremidades, y lo que no les cuento.
Les dejo: voy a ver si me caliento. Y no sean malpensados.
3 Comments:
Debería leer más este blog (apenas lo hago cuando me lo referencian las alertas de google): siempre hay un latido de literatura de lo cotidiano, como con un eco de Auster, y un pulso de letraherido. Me encanta cómo hablas de (y cómo miras a) las mujeres. A mí me lo suelen reprochar ellas, quizá porque los miopes enfocamos con demasiada explicitud y porque se ha vuelto como mal visto hablar de lo que más nos interesa. A veces, querido Javier, te imagino un poco como esos amigos brooklynianos de Auster, que hablan de sus cosas mientras miran pasar a una mujer marcando el tiempo de la vida con sus tacones. Hoy estoy en el Sur y también hace un frío del carajo, húmedo del Guadalquivir, con la diferencia de que estas casas, pensadas para el calor, son tan gélidas que provocan el impulso de salir a la calle a calentarse un poco. Aunque sea en trineo, como en la radio. Las calles en Navidad dan un calor humano de luces festivas, y a veces es bonito entrar en una iglesia y escuchar tenues villancicos para transportarse a la infancia, el tiempo feliz de los hojaldres tibios y el chocolate caliente. Abrazos. I.
Don Ignacio, tanto por sus visitas, como por sus comentarios e incluso por haberle caído en gracia (cosa que no me explico: me suelen ver machista, soberbio y algo chulo; aunque no soy así) me considero un auténtico privilegiado. No todo el mundo tiene la suerte de recibir visitas, aun virtuales, de quien más admira. Y más en estas fechas, tan cargadas de ineludibles compromisos festivos. No soy lector de Auster, aunque me parece que voy a tener que serlo a partir de ahora. Me gusta mucho la literatura inglesa por su forma elegante, por la amabilidad implícita y explícita de sus personajes, en fin, por esa envidiada educación que se desprende de la lectura de una gran mayoría de sus autores.
La mujer, vista en sentido literario, esto es, leída, me resulta fascinante: lástima que, saliendo de la literatura, alguna pierda tantos quilates. Quizá la miopía nos ayude a ver a las mujeres no tal y como son: y, encima, algunas no lo agradecen.
Un fuerte abrazo, Ignacio. Pase unas felices fiestas. Y disfrute del calor humano de su tierra visitando a familia, viejos amigos y removiendo esos recuerdos que siempre nos traen ciertas imágenes. En ese aspecto, esta época no tiene precio: hay ciertas emociones que sólo se despiertan una vez al año.
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