Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

14 julio 2010

Tuyo estimado

Tengo la suerte, la fortuna, la enorme dicha de ser leído por mi familia. Y en algunas ocasiones, no me lo van a creer, incluso les interesa y les gusta lo que escribo. La situación me hace verdaderamente feliz. Y no presumo más de ella, sencillamente, porque hoy la gente sólo presume de tonterías. Y, hasta cierto punto, es razonable ir con las modas. Quien escribe se describe, reza el dicho. Tras un texto hay una personalidad, una vida, unas circunstancias a modo de aliño de ensaladas. Y termina por importar, por tener relevancia, no tanto el qué sino el cómo. Esas formas, esos detalles que nos susurran al oído mucho cuidado o adelante, por el contrario. Quién me iba a decir a mí, un muchacho existencialista que se tenía por hecho a sí mismo, inimitable y espléndido, que el estilo, y lo que ello conlleva, podría ser hereditario, genético, un rasgo inconfundible de la familia. Les voy a colgar un fragmento de una carta del hermano de mi abuelo a su cuñada. La encontré el otro día en el desván de mi abuela, junto con otras muchas. Data del año 1956. Mi tío abuelo, creo que en alguna parte ya les he hablado de él, era un hombre muy sabio. Fraile agustino destinado en Manila, doctorado en teología, biología y lo que antaño se llamaban clásicas. Hablaba cuatro idiomas. Y fue profesor de la Universidad de Pensilvania, a la que, según nos contaba mi abuela, incluso tenía que acudir armado. Mi padre me repite a menudo que le habría encantado charlar conmigo. Pero yo, seguramente, me habría sentido abrumado en su presencia. A pesar de compartir con él esa fiebre por el saber, esa inquietud intelectual enfermiza que me constriñe a devorar cuanto pasa por delante de mis ojos. Mi tío solía decir que cuanto más leía y estudiaba más dudas tenía. Y es que el saber es inabarcable, por inmenso y por las limitadísimas aptitudes humanas. Da pena, pues, ver a tanto tonto suelto sin remoto conocimiento de la condición que ostenta. Cuando leyó mi hermana la carta, antes de pasármela, me dijo que si no hubiera estado firmada habría asegurado que la había escrito yo. Pero cuando la leí, la aclaré que, probablemente, sólo nos asemejábamos por los lazos de la literatura. Quizá nadie los vea, pero existen: como tantas otras cosas que importan en la vida. Aunque quién sabe.

“Mi querida cuñada: por fin se te curaron los sabañones con las brisas cálidas del estío y el fresco medicinal de Llamas de la Ribera. La pluma apareció en tus manos blanquecinas y un poquito ateridas; el corazón vibró ante el impulso de la sátira de mi epistoleja; la inteligencia femenina despertó de su letargo y acuciada por el amor propio y la vanidad innata en la mujer al ser pinchada en las fibras más delicada de su corazón, dio a luz una carta simpática, humorística, irónica y muy agradable. Me causaste una satisfacción plena. Enhorabuena por ella y otra muy, muy enhorabuena para el día 15 de Agosto, tu fiesta. Si en la madrugada del día 15 oyes cantar un pajarito a tu ventana, si el aroma de los perales y manzanos penetran en tu cuarto; si el suave murmullo del riachuelo vecino susurra en tus oídos; si el rey del gallinero entona un especial qui, qui, ri, qui…no te olvides que aquel canto, aquel aroma, aquel susurro y aquel quiquiriquí vienen cruzando los espacios de tierras muy lejanas y recónditas; y que, en ellos, está escrito en escritura invisible un “felicidades” de tu cuñado simultáneo con un abrazo de lo más cordial.

Creo que tu carta me ha hecho un poco poeta hoy. Pero lo que te digo no es ni la ironía de la otra, ni el reproche que llevaba, ni el juego de palabras: es la verdad y el sentimiento que poseo al correr de la maquinilla. Natural y espontáneo, sincero y verdadero. Sé que lo siento porque te hará sentir y te llegará al corazón y te hará llorar de alegría…”