29-S
A las 8:30 de la mañana llamó mi hermano. Se había levantado, como todos los días, para ir a trabajar, pero al llegar se encontró con silicona en la cerradura. Según nos contó, los mercenarios sindicalistas habían hecho lo mismo en todas las naves del polígono industrial. Poco después, en la televisión, en uno de esos programas en los que los españoles creen remediar sus vacios culturales, afirmaron que para la silicona no hay nada mejor que la acetona. La conducta friki que impera en medios y personas se me debe de haber pegado: estuve a punto de mandarle un sms. Sobre las 9:30 salí a la calle. ¡Me iba a perder yo mi primera huelga general! La anterior me pilló en la universidad, cursando segundo de carrera. Y ese mismo día tuve examen de Derecho Político. Los alumnos, siempre dados a la conjetura más favorable, estábamos convencidos de que la prueba no se realizaría. Pero je de je. Los autobuses circularon, la universidad funcionó, y el examen, vaya, se celebró. Y hoy, dado que en mi condición de opositor gozo de horario flexible, salté raudo y feliz a la calle, a ver qué me contaban mis ojos. Tengo que decir que lo que es la huelga, a sensu estricto, y lo que es llegar, a mi barrio no llegó (y, a las horas en que les escribo, la verdad, nada hace pensar lo contrario). En la calle se respiraba el mismo ambiente de compadreo y monotonía que se lleva respirando absolutamente toda la vida. Sí comprobé que circulaban menos coches, pero tampoco eran horas de especial tráfico y tránsito. En el centro, en cambio, había cierto tufillo a domingo. Calles barridas, aún menos coches, y no pocos establecimientos cerrados. Me llegué hasta la Catedral, que estaba espléndida, fría y majestuosa como, desde siempre, nos tiene acostumbrados a sus paisanos. Y bajé hasta la plaza de Santo Domingo con intenciones de continuar por Ordoño II, nuestra peculiar Cibeles y Paseo del Prado: allí había una concentración estruendosa, no demasiado multitudinaria, de manifestantes, huelguistas y sindicalistas varios; y, en mi opinión, un desproporcionado despliegue de medios policiales. Daba gusto ver a la muchedumbre, oigan. Con sus silbatos, y sus banderas, y esas bocinas tan molestas que se debieron de traer de Rodiezmo. A mí, la verdad, es que los sindicatos y los trepas de su entorno nunca me han gustado un pelo. Por eso, si quieren, tíldenme de parcial, y díganme que tengo la mirada sucia y estoy lleno de prejuicios. En cualquier caso, yo aquí expreso mis opiniones y mis impresiones, y permítanme un argumento parvulario verdaderamente irrefutable: en mi blog escribo lo que quiero. Y, ¿cuáles son mis impresiones? Pues miren. Viendo a toda esa gente, sinceramente, me dio la sensación de estar contemplando a una cuadrilla de vagos que no la han hincado en toda su vida, y que han vivido del cuento y la soflama durante todos y cada uno de sus días. Ahí estaban, con cara de orgullo patrio, pero sin patria: chulos, déspotas, maleducados. Entre ellos había jóvenes estudiantes, que en vez de ocupar las aulas para tener medianamente amueblada la cabeza el día de mañana, se dedicaban a vitorear y hacer cierta parte del trabajo a los huelguistas. Escuché unas palabras a una dependienta de una tienda de la calle Alcázar de Toledo, afirmando que se había visto obligada a cerrar, que había sido compelida por unos estudiantillos mientras los “huelgos” los vigilaban desde la esquina, y que claro, cualquiera entraba en razones con ellos. También vi, ¡cosas del directo!, a un sindicalista departiendo con un joyero. Éste se negaba a cerrar. Y el sindicalista, inflamado y sabiéndose objeto de todas las miradas, se creció. No escuché toda la perorata, porque uno ya se va curando de ciertos espantos en esta vida, pero me llegó lo siguiente: ¡porque todos somos compañeros!, ¡¡todos estamos en el mismo bando!!, ¡¡¡todos somos de la misma familia!!! Como ustedes comprenderán, estas palabras me emocionaron. Se me saltaban las lágrimas. Se me doblaban las piernas. Me flaqueaban las fuerzas y el conjunto noble del ánimo…
Y volviendo para casa, colmado de esperanzas muy humanas y todas ellas ciertamente gozosas, me encontré con unas señoras, ya demasiado hechas para comentarlas, que repartían unos folletos de…la atalaya. Y no pude resistirme:
-¿Y ustedes no hacen huelga?
Y volviendo para casa, colmado de esperanzas muy humanas y todas ellas ciertamente gozosas, me encontré con unas señoras, ya demasiado hechas para comentarlas, que repartían unos folletos de…la atalaya. Y no pude resistirme:
-¿Y ustedes no hacen huelga?
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