Hechos al servicio de las palabras (y viceversa)
Leo maravillado, en el blog de Santiago González, lo que son los nuevos tiempos. Y, además, cómo son llamados. ¡Piquetes convencitivos! No me digan que no es para tocarse. Pero adónde hemos llegado, vamos a ver. En este país qué es lo que ha pasado para que ya nadie llame a las cosas por su nombre. La expresión referida en boca de un sindicalista, es comparable, o poco menos, a que un padre no reconozca a un hijo. Es evidente que no pueden presumir de algo que no existe: es decir, y a los efectos, de algo que no tiene ningún tipo de amparo legal. Porque, claro, sólo faltaría, incluso en este país, que para defender un derecho se tuviesen que conculcar otros (lo cual se materializará mañana), y, además, dicha circunstancia se reconociese fresca y gallarda en una norma jurídica. Pero de ahí a ponerle otro nombre al, llamémoslo, factor incómodo, reconociendo su ser y su estar, y quedarse tan anchos, es, por lo menos, para correrlos a gorrazos a todos mañana con visera, pancarta, barba de cuatro días y camisa a cuadros incluida.
Este primer párrafo de una columna que firma (o hubiese firmado) Francisco de Quevedo:
“LA prensa debería recoger el juicio de la Operación Malaya en la sección de Espectáculos, porque ese desfile de granujas no tiene mejor clave narrativa que la de lo grotesco. Dos periodistas de Marbella, Héctor Barbotta y Juan Cano, han relatado con pericia profesional el caso bajo los códigos clásicos de la novela negra, pero se trata más bien de un esperpento del siglo XXI, una farsa burlesca con personajes dignos del Callejón del Gato: el Cachuli, la Rubia, la mujer del Pantojo, la Montse, el Gitano, Sandokán, y ese Roca de los nueve teléfonos y la sonrisa glacial que parece un trasunto bananero de Don Corleone. Un manojo de truhanes envueltos en la sombra mediática de la Pantoja, que es el factor folclórico y popular del sainete, el gancho para el carrusel de la telebasura. Un fresco estrafalario y marginal de cierta España pícara, desmesurada, golfa, osada en su semianalfabetismo desvergonzado, que se coló por las rendijas de la política gracias a la anuencia y la omisión de unos poderes públicos aletargados en su deber de responsabilidad”.
Esta sentada en la mesa con tres amigas disfrutando de su noche de chicas, eufemismo con el que los nuevos tiempos vienen a bautizar el desmadre despendolado que, si no es buscado, deviene en cualquier caso. Tiene un aire coqueto y desenfadado, mueve las manos con tino y desparpajo, y su mirada vivaracha de brujilla inquieta avizora presas adonde sólo suele llegar ella. Cruza las piernas en un ejercicio de contorsionismo sofisticado que hipnotiza a incautos y atrae a desaprensivos. Sus labios dicen, callan o beben dibujando deliciosos ángulos nunca imaginados. Y de sus pequeñas orejillas penden dos grandes, plateados y llamativos aros. La blusa transparenta, fugaz y atrevida, sus adorables tetillas de mazapán recién horneado, mientras sus largos brazos se estiran delicados dando forma a un cuerpo de carne magra para la gula pecaminosa y la bacanal sabrosa.
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Este primer párrafo de una columna que firma (o hubiese firmado) Francisco de Quevedo:
“LA prensa debería recoger el juicio de la Operación Malaya en la sección de Espectáculos, porque ese desfile de granujas no tiene mejor clave narrativa que la de lo grotesco. Dos periodistas de Marbella, Héctor Barbotta y Juan Cano, han relatado con pericia profesional el caso bajo los códigos clásicos de la novela negra, pero se trata más bien de un esperpento del siglo XXI, una farsa burlesca con personajes dignos del Callejón del Gato: el Cachuli, la Rubia, la mujer del Pantojo, la Montse, el Gitano, Sandokán, y ese Roca de los nueve teléfonos y la sonrisa glacial que parece un trasunto bananero de Don Corleone. Un manojo de truhanes envueltos en la sombra mediática de la Pantoja, que es el factor folclórico y popular del sainete, el gancho para el carrusel de la telebasura. Un fresco estrafalario y marginal de cierta España pícara, desmesurada, golfa, osada en su semianalfabetismo desvergonzado, que se coló por las rendijas de la política gracias a la anuencia y la omisión de unos poderes públicos aletargados en su deber de responsabilidad”.
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Esta sentada en la mesa con tres amigas disfrutando de su noche de chicas, eufemismo con el que los nuevos tiempos vienen a bautizar el desmadre despendolado que, si no es buscado, deviene en cualquier caso. Tiene un aire coqueto y desenfadado, mueve las manos con tino y desparpajo, y su mirada vivaracha de brujilla inquieta avizora presas adonde sólo suele llegar ella. Cruza las piernas en un ejercicio de contorsionismo sofisticado que hipnotiza a incautos y atrae a desaprensivos. Sus labios dicen, callan o beben dibujando deliciosos ángulos nunca imaginados. Y de sus pequeñas orejillas penden dos grandes, plateados y llamativos aros. La blusa transparenta, fugaz y atrevida, sus adorables tetillas de mazapán recién horneado, mientras sus largos brazos se estiran delicados dando forma a un cuerpo de carne magra para la gula pecaminosa y la bacanal sabrosa.
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