Qué caracter, corpore sano, excusatio...
Que una mujer tenga que ser muy guapa para estar detrás de una barra, tener la paciencia que nunca le cupo a un Santo, y no perder nunca esa sonrisa de anuncios frivolizados, es algo que debería estar mucho mejor visto, y no digamos mejor pagado, en este país de notables palurdos cuya máxima expresión de gallardía, donaire e ingenio se concreta en un chistecillo de machitos, una pose de revista y un hígado a prueba de bombardeos regulares.
Pero a ellas les encanta, no obstante.
Y, a algunas camareras, también.
El footing de hoy, bien. Aunque, tal vez, algo forzado. Me ha acompañado mi hermano, que se empeña en meterse en unos pantalones cuya cintura evoca esa asombrosa capacidad del ser humano para dar de sí determinadas partes del cuerpo (y sin esfuerzo aparente). El tiempo acompañaba. Aunque no había mucha muchacha con perrito faldero ni del que ladra paseando. Pedimos vez a la peluquera, que estaba leyendo ávida un número del Muy interesante. La verdad es que en los ocho años que llevamos cortándonos el pelo allí los miembros masculinos de la familia nunca la hemos preguntado por su nombre. Pero, en cambio, todos nos hemos puesto de acuerdo: cada uno la llama de una manera distinta. Ella se lo toma con filosofía. Porque a ver si por una vez el cliente no va a tener razón. Sin embargo, aunque decir no dice ni esta boca es mía, sus miradas son siempre bastante significativas. Al salir, eché un vistazo al estanco, que linda como bucólicamente con la pelu. La hija del estanquero ya se ha puesto primaveral. Y a su padre se le arruga graciosa pero preocupantemente la pituitaria cuando olfatea buitres en derredor. Empero, es tan fresca y simpática esa muchacha que, probablemente, en un futuro no muy lejano, al hombre que cace haga olvidar que también goza de suegro. El río, por cierto, estaba hermoso como nunca, pero tan sucio como siempre. Aunque en él había algo nuevo que refulgía: como se acercan las elecciones, el señor alcalde ya nos ha abierto las pasarelas que comunican ambas orillas. Nuestro dilecto Paco, que será de los pocos alcaldes que se da sólo la importancia que cree merecer, es un primor. Seguro que cuando lo echen del Ayuntamiento, y lo digo sin ninguna mala leche, en las próximas elecciones, volveremos a verle pasear sus perritos y recoger sus delicadas deyecciones; y, vaya, si por un casual al ilustre corregidor de repente le entrasen ganas de hacer pipi en el parque y a ello se prestase, cual esos entrañables señores mayores, probablemente depositará religiosa y felizmente, sin rechistar, o sea, los trescientos euros que ahora nos cobra a sus conciudadanos por realizar las micciones inoportunas al aire. Pero volvamos al troting que, como diría Fulgencio Fernández, ya me esnorté. Mi pariente en segundo grado de consanguinidad y un servidor creíamos haber empezado con un trote bastante ligero. Pero una mujer entrada en edad, y también en abundantes grasas, que había comenzado el recorrido más tarde que nosotros, nos adelantó con una pasmosa tranquilidad que denotaba su total desprecio por mellar el henchido orgullo de la siempre socarrona juventud. Miré a mi hermano no sin preocupación, pero a él no le debió de parecer lo que se dice indigna la situación. Poco después, y ya habiendo perdido totalmente de vista a la señora que nos había adelantado, nos encontramos con un hombre, también con perrito, que, más que razonable, tenía un parecido verdaderamente extraordinario con don José María Fidalgo, posiblemente el último sindicalista serio y coherente en lo que queda de ese vestigio romántico hogaño tan lleno de trepas. Ahora bien, cualquiera pregunta si es o no quien parece. Y más, yendo a esa velocidad, sin duda, y a todas luces, totalmente desproporcionada. En cualquier caso, no muchos jadeos deportivos después, terminamos el ejercicio tras una sola primera vuelta no exenta de inquietudes físicas y metafísicas ciertamente preocupantes. Y voy a hacerles una pequeña confesión, de éstas que no llevan penitencia aparejada: el otro día fui yo quien marcaba rumbo y ritmo; pero hoy… puedo conceder y concedo que acabé pidiendo la hora.
Me van a disculpar la regular irregularidad. Pero me hallo en un difícil momento armónico; ya dudo, y creo que hago bien, hasta de mi oído. Y eso que estoy descubriendo las perversiones de la Mixolidia, que es realmente malvada, embaucadora y hechicera. Tiene todo el gusto, aunque a mí a veces no me sabe absolutamente a nada. Paciencia, que venden los sabios (¿será de la que les sobra?)
Pero a ellas les encanta, no obstante.
Y, a algunas camareras, también.
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El footing de hoy, bien. Aunque, tal vez, algo forzado. Me ha acompañado mi hermano, que se empeña en meterse en unos pantalones cuya cintura evoca esa asombrosa capacidad del ser humano para dar de sí determinadas partes del cuerpo (y sin esfuerzo aparente). El tiempo acompañaba. Aunque no había mucha muchacha con perrito faldero ni del que ladra paseando. Pedimos vez a la peluquera, que estaba leyendo ávida un número del Muy interesante. La verdad es que en los ocho años que llevamos cortándonos el pelo allí los miembros masculinos de la familia nunca la hemos preguntado por su nombre. Pero, en cambio, todos nos hemos puesto de acuerdo: cada uno la llama de una manera distinta. Ella se lo toma con filosofía. Porque a ver si por una vez el cliente no va a tener razón. Sin embargo, aunque decir no dice ni esta boca es mía, sus miradas son siempre bastante significativas. Al salir, eché un vistazo al estanco, que linda como bucólicamente con la pelu. La hija del estanquero ya se ha puesto primaveral. Y a su padre se le arruga graciosa pero preocupantemente la pituitaria cuando olfatea buitres en derredor. Empero, es tan fresca y simpática esa muchacha que, probablemente, en un futuro no muy lejano, al hombre que cace haga olvidar que también goza de suegro. El río, por cierto, estaba hermoso como nunca, pero tan sucio como siempre. Aunque en él había algo nuevo que refulgía: como se acercan las elecciones, el señor alcalde ya nos ha abierto las pasarelas que comunican ambas orillas. Nuestro dilecto Paco, que será de los pocos alcaldes que se da sólo la importancia que cree merecer, es un primor. Seguro que cuando lo echen del Ayuntamiento, y lo digo sin ninguna mala leche, en las próximas elecciones, volveremos a verle pasear sus perritos y recoger sus delicadas deyecciones; y, vaya, si por un casual al ilustre corregidor de repente le entrasen ganas de hacer pipi en el parque y a ello se prestase, cual esos entrañables señores mayores, probablemente depositará religiosa y felizmente, sin rechistar, o sea, los trescientos euros que ahora nos cobra a sus conciudadanos por realizar las micciones inoportunas al aire. Pero volvamos al troting que, como diría Fulgencio Fernández, ya me esnorté. Mi pariente en segundo grado de consanguinidad y un servidor creíamos haber empezado con un trote bastante ligero. Pero una mujer entrada en edad, y también en abundantes grasas, que había comenzado el recorrido más tarde que nosotros, nos adelantó con una pasmosa tranquilidad que denotaba su total desprecio por mellar el henchido orgullo de la siempre socarrona juventud. Miré a mi hermano no sin preocupación, pero a él no le debió de parecer lo que se dice indigna la situación. Poco después, y ya habiendo perdido totalmente de vista a la señora que nos había adelantado, nos encontramos con un hombre, también con perrito, que, más que razonable, tenía un parecido verdaderamente extraordinario con don José María Fidalgo, posiblemente el último sindicalista serio y coherente en lo que queda de ese vestigio romántico hogaño tan lleno de trepas. Ahora bien, cualquiera pregunta si es o no quien parece. Y más, yendo a esa velocidad, sin duda, y a todas luces, totalmente desproporcionada. En cualquier caso, no muchos jadeos deportivos después, terminamos el ejercicio tras una sola primera vuelta no exenta de inquietudes físicas y metafísicas ciertamente preocupantes. Y voy a hacerles una pequeña confesión, de éstas que no llevan penitencia aparejada: el otro día fui yo quien marcaba rumbo y ritmo; pero hoy… puedo conceder y concedo que acabé pidiendo la hora.
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Me van a disculpar la regular irregularidad. Pero me hallo en un difícil momento armónico; ya dudo, y creo que hago bien, hasta de mi oído. Y eso que estoy descubriendo las perversiones de la Mixolidia, que es realmente malvada, embaucadora y hechicera. Tiene todo el gusto, aunque a mí a veces no me sabe absolutamente a nada. Paciencia, que venden los sabios (¿será de la que les sobra?)
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