Casticismo
Esto es un francés y un italiano. Dominique Strauss-Kahn, el gabacho. Menester reconocer que el poder no puede corromper lo ya corrompido. De casta le viene al galgo, que dicen. ¿Presunción de culpabilidad? Sin duda. Y sumo amigos. Inevitable, desde mi punto de vista, el recuerdo a otro macho-alfa: Silvio Berlusconi, Il Cavaliere. He aquí a dos hombres cuyo epicentro reflexivo parte directa e inevitablemente de sus respectivas entrepiernas. Si no tuviesen la categoría y poder que ostentan, parece evidente, no serían más que dos papanatas de barrio con ínfulas de proxeneta. Dos hombres, casi provectos, renuentes a abandonar la viagra, sus gustos de adolescente putero, y esa soberbia innata, inicua, y asaz arraigada. Describir no es vituperar. Hablar de hechos públicos, notorios, y de común conocimiento como algo injurioso, sería casi un chiste malo. Pero vamos con la literatura, que me aburro. Para el español de a pie, después de escandalizarse con la contemplación de las tetillas de Marisol, desnuda, joven, y entiendo que muy fresca, sólo quedó en pie el mito de las suecas, aunque la mayoría fuesen alemanas. Era una época, y hay que comprenderlo, en que observar a una mujer fumando y que no evitase con la habitual humildad la mirada del gaznápiro, aun teniendo las piernas ciertamente velludas y gozando de no poco mostacho, ponía mucho al mozalbete de natural siempre tan espabilado que poblaba estos lares. ¡Pero qué mujer!, iban repitiendo con mucho contento luego al pueblo. En cualquier caso, ya que nada es eterno, la época, y no sé si afortunadamente, pasó, y con la llegada del color, el Seat uauuu y, posteriormente, los pantalones de pana, se llegó a la feliz conclusión de que habría que conformarse con la vecina, la hija del afilador, o esa mocita casadera del pueblo con pinta de no haberse perdido una misa en toda su vida. Vamos que, como lo de aquí, se llegó a decir e incluso a pensar, nada. Sin embargo, el macho ibérico, esa especie tan de la tierra como el jamón de pata negra, y siempre tan preocupado por los asuntos de suma importancia en el sostenimiento de la economía casera, o sea, el chato, la partida y la querida, no reparó en que la hembra también tenía sus particulares gustos. ¿Pues a ver si nos habíamos creído que con cachaba en mano, mondadiente en comisura, y boina en testa teníamos el cupo de deslumbramiento femenino ya cubierto? Y así, ellas, aunque en privado, en el confesionario o en la cola de la pescadería, también hablaban de lo bien que lucían los señoritos franceses e italianos. Pero qué labia, qué clase, qué elegancia. Estos sí que son hombres, y no como mi Manolo, que si no fuese por el retrato de boda ya no reconocería al hombre apuesto y gallardo con el que me case. Vamos, ni yo, ni la madre que lo parió. Pero el hombre, ¡nuestros hombres!, nada, a lo suyo. Sin entender a sus parientas ni, por supuesto, intentarlo. Y no es precisamente por presumir, vaya; pero, estando el país lleno, como está, ha estado y estará, de testarudos, baladrones y presuntuosos, no me digan que no hemos llegado lejos. Y, además, sin tener la imponente presencia de franceses e italianos que, con tanto descaro, tan poco decoro y durante tanto tiempo, han poblado los anhelos oníricos de nuestras paisanas. Los franceses, así como las francesas, siempre han sido, o así les hemos considerado, como muy liberales; pero, entiéndanme bien, no en el sentido político-económico, sino en su acepción alegre, libertina y despendolada. Vamos, que son virilmente promiscuos (válgame la redundancia –alguna se enfadará-). Como los italianos. Y es que aquí, aunque haga sonreír el tinte provocador de Arcadi Espada, lo que no pinta nada es la socialdemocracia. Y, por pintar, no pintan nada ni las mujeres que ambos se han tirado a lo largo de su alocada y desenfrenada existencia, ni la forma en que lo han hecho. Pues a ver si ahora vamos a juzgar dónde empieza y dónde acaba el inveterado juego amoroso de la pareja, más no habiendo habido nunca instrucciones. No. Aquí, lo relevante es lo identitario. Delimitar claramente nuestra pertenencia a un grupo, a un país, a una raza de sementales descarriados, a un terruño ignoto, minúsculo y un punto por encima de lo ridículo. Definir lo esencial. Enumerar lo diferencial: aquello que nos hace especiales como exclusivos e irrepetibles miembros de una estirpe que pretenden claudicar con este afán tan estúpidamente igualitario y globalizado que les ha entrado a y en todo el mundo. Y, después, claro, comportarnos con dignidad. Con la dignidad que el peso de la tradición y las circunstancias merecen. Y es que al final, me va a quedar pena de no ser parte del chiste.
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