Cogitaciones en el café (I)
Viendo fotos, una actividad, por otra parte, nada particular. Aparece un hombre ciertamente alegre. Cuestiones de belleza a parte, parece que ya en una primera toma de contacto gusta su sonrisa. El público femenino acuerda que, además, está macizo. Pero quiero acentuar el tema de la sonrisa. Divagan las féminas, y llegan a la conclusión de que les cae bien (¡y no lo conocen!). Que tiene una risa… de machote (que es una expresión ambigua, indeterminada, y bastante molesta para que la escuche un hombre cuando no se refiere a él). Y no sólo eso: dictaminan, afirman e incluso sentencian que se irían de cañas con él. Y, por si todo ello fuera poco, rematan diciendo que es el típico tío que le caería bien a todo el mundo. Ahora, lo que quiero subrayar es ese típico.
Vamos a ver. Seré, o me habré convertido, en alguien rarito. No voy a decir, y ni siquiera a insinuar, que no. Pero yo veo las cosas o, mejor dicho, a las personas del siguiente modo.
A mí no me gusta la gente que sonríe a todo el mundo. La gente que simpatiza enseguida con todo el mundo. La gente que cae bien a todo el mundo….
Seguro que lo tendré escrito muchas veces a lo largo de la vida del blog. No se puede caer bien a todo el mundo, por la misma razón por la que se afirma que nunca llueve a gusto de todos. Si realmente existe alguien que cae bien a todo el mundo, esa persona, sencillamente, apesta. Estamos ante una persona que no es franca. Un hipócrita de tomo y lomo.
Ahora bien, soy consciente de que estos casos de persona típica que tan bien cae en todas las partes, realmente abunda. Son el alma del grupo, la alegría de la huerta, la salsa de todas las fiestas.
Cuando uno lee la Karenina de Tolstoi, y ve lo diplomática, elegante y extraordinariamente exquisita que era la dama con todo el mundo, habrá quien se quede prendado enseguida de la joyita de hembra, pero también habrá quien en esa conducta, en apariencia tan deliciosa, no vea más que mera inercia, una simple convención social. La heroína del gran escritor ruso, hacía sentirse únicos a todos aquellos que la trataban o frecuentaban. Pero, en realidad, despreciaba a todo el mundo salvo a ella misma. Que se veía radiante y espléndida allá donde iba.
Y, como en la literatura, la vida y quienes la habitan.
Por esta razón, cuando me presentan a alguien que seguro, y en todo caso, me va a caer bien, ya puede ir el majo o la maja preparándose, porque, seguramente, me va a caer rematadamente mal. No sé. Pero yo prefiero a quien vende caras sus sonrisas, sus besos o sus abrazos. Quien, por el contrario, los ofrece gratuitamente, por mi parte, ya puede irse con viento a fresco a donde le plazca.
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