Condumio
La tradicional cena, la típica reunión de amigos, un siempre
agradable encuentro, pero un ambiente nada selecto. Nunca se puede cobrar como
en un restaurante no siendo un restaurante: existen ciertas comodidades, e
incluso exigencias, en el servicio, que de no darse ni por asomo no se deberían
incluir en la cuenta. El bar era de confianza, de acuerdo; el espacio, en un
principio, parecía suficiente; hubo promesas de silencio, trato cordial y
condiciones envidiables. Y todos, claro, nos lo creímos. Sin embargo, siempre
hay que reparar en los detalles, que es donde aguarda el diablo. Justo al lado
de la mesa había uno de esos artefactos del demonio con 22 futbolistas en
miniatura pegados a unas barras de hierro. Uno puede pensar que si va a pagar
una pasta por cenar en un sitio que, aun con confianza, no deja de ser un antro
para echar partidas de mus y dardos, el dueño se tomará la molestia de no dejar
que otros clientes, al menos durante lo que dure la cena, se acerquen al
futbolín. Quiá. No sólo se acercaron, sino que hubo varias rondas, y con gran alborozo
de todos los participantes, y con la dichosa pelotita volando por doquier en
todo momento. ¿Y eso qué suponía? Pues que no se podía hablar, no se podían
hacer confidencias, no se podía hacer gala de ese depuradísimo ingenio que sólo
percibe uno mismo, y ni siquiera podíamos hacer los halagos de rigor a las
guapas mujeres que nos acompañaban y que, para la ocasión, iban verdaderamente
elegantes. Incluso hubo, por nuestra parte, una tentativa de soborno: llegamos
a ofrecer un langostino a la concurrencia si cerraban el lugar por el que toda
la vida han entrado moscas. Ni por esas, vaya. Hay que ver la poca hambre, y la
mucha educación, con la que hoy día sale la gente de casa. No me digan. Aunque
es evidente que la culpa la tenía el único que podía haber impedido el desmadre,
claro. El mismo que, dadas las molestias, no se acordó de hacernos una pequeña
rebaja en el precio. El mismo que nos preguntó si nos había gustado la comida,
y al que respondimos, obviamente, que todo muy bueno. El mismo que nos ofreció,
por ser quienes éramos, bajar el volumen de la música que salía por los
altavoces, la cual nunca llegué a escuchar. El mismo que nos agasajó con una
salsa de manzana que, unida al cordero, ¡contubernio!, hacía del sabor a carne algo
irreconocible. Como era una receta de la suegra, al parecer herencia de
generaciones, cualquiera decía que todo sabía a potito. La tarta, más que
dulce, estaba empalagosa. Nadie la terminó. Yo entiendo que al recoger los
platos, inevitablemente, tuvo que reparar en que ninguno lo había dejado limpio;
no obstante, era un tipo simpático: ¿a que estaba buena? Y todo ello, por
supuesto, por ser nosotros. A eso, en el futuro, lo llamarán trato
personalizado. Pero yo preferiría llamarlo sablazos ad hoc. ¿Carta de
reclamaciones? ¡Y perder aquello que, en exceso, dicen que da tanto asco! Venga
hombre.
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