Educación, de nuevo
Me voy a la cama, es un decir, con José Antonio Marina.
Siempre es un placer leerlo, escucharlo, y hasta verlo. Pero no siempre
comparto sus cogitaciones. Ayer noche, en RNE, hablaban de educación. Y de la necesaria
implicación de los padres en ella para que las criaturas no se tuerzan. Sin
embargo, yo no estoy totalmente de acuerdo. Y no solo porque siempre tiendan a
dejar de lado la naturaleza humana. Tengo un pequeño sobrino. Y gracias a él sé
aproximadamente qué se cuece en la educación primaria. En mis tiempos nos
atiborraban de deberes. Ahora, es a los padres a quienes los atiborran; y sin
atisbo de misericordia, por cierto. ¿Qué conclusión hay que sacar de todo ello?
¿Que los poderes públicos en general, y los maestros en particular, quieren
comprometer a los padres en la educación de sus hijos? ¿Acaso creen que no se
aplicarían de lleno a tan delicado asunto sin la inestimable colaboración de
nuestros dignos profesionales? ¿Nunca antes de ahora habían colaborado los
progenitores en la formación de sus vástagos? ¿No se querrá paliar las
carencias deficitarias de nuestro sistema educativo con un plus de esfuerzo a
los padres en un área que no les corresponde? ¿Pero qué broma es esta? Seamos
particularmente incorrectos. La sociedad tiene que entender que hay tontos. Y que
los hay a manos llenas. Y por todas partes. Pero no sólo del lado de los
discentes, ojo. Porque en este país no nos duelen prendas al afirmar que cuánto
inútil hemos criado: pero a mí que no me registren, claro (y para no variar).
Vamos a ver. Y va a hablar un hijo de la denostada LOGSE. Cuando escucho a un
político, a un periodista, o a un tertuliano sacado de vaya usted a saber qué
planeta decir que hoy en España tiene carrera cualquiera me suben los colores y
hasta las calores. Me suben, porque cuando leo sus artículos tienen la sintaxis
de mi sobrino de ocho años, y a veces los firman catedráticos. Me suben, porque
cuando les escucho hablar hacen uso de un lenguaje que, a parte de chabacano,
denota una elevada falta de cultura general (por ejemplo, y en directo, escuché
a un escritor en el programa de las doce señoritas de Intereconomía confundir a
María Magdalena con la Virgen María
–tiene bemoles, si atendemos el medio en que se produjo-). Sí, el mismo
conocimiento que presumiblemente falta a todos los de mi generación y, al
parecer, a ellos les sobra. En mi opinión, un ochenta por ciento de los
profesores de este país, y a todos los niveles, tienen unas condiciones para la
enseñanza manifiestamente mejorables. No dominan su asignatura (lo cual debería
ser imprescindible), no son especialmente inteligentes, no transmiten
adecuadamente su escaso o abundante juicio. Siendo ello así, ¿cómo pretenden
motivar al alumno? Evidentemente, de ninguna manera. Porque como me decía mi
abuela, de donde no hay, no se puede sacar. Y así, esa personita acabará
apartada del sistema. Y aunque a algunos les pese, será gracias al propio
sistema. En mi época era muy común referirse al alumno poco aplicado como el
tonto de la clase. Se aseguraba que no tenía capacidad. Que tenía serias
dificultades para el aprendizaje. Y es que no se podía estar todo el día
calentando el asiento. Pero en ningún momento escuché entonar el mea culpa.
Imagínense la gracia que tendría que un profesor tuviese la humildad, y hasta
la decencia, de reconocer que es un inútil, que el no vale para eso, y que su
vocación se basaba en hacer algo en alguna parte pero que no importaba
demasiado el qué, el cómo, el dónde ni, por supuesto, el por qué. Los culpables,
claro, siempre son los otros. La verdad es que cada persona tiene su propia
inteligencia, pues ésta no es única. La verdad es que la enseñanza debería ser
personalizada, pero esto es inviable. La verdad es que muchas veces aprenderán
más en casa que en la escuela, en el instituto o incluso en la universidad,
pero a ver quién es el guapo que a nuestros endiosados docentes llama al orden.
Se ha de exigir un riguroso sistema de
calificación al profesorado ya. Porque, ¿quién evalúa al evaluador? ¿Con
qué autoridad pueden exigir algo de lo
que ellos mismo carecen? Si, como decía Montaigne, al alumno más que en
conocimientos habría que educarlo en virtud, y que en consecuencia a ella viva,
¿no sería sin duda recomendable exigir la misma cualidad, y en cantidad mucho más
elevada, a quienes se encargan de impartir la enseñanza? Dado que, al fin y al
cabo, se trata del cimiento de nuestro futuro, de nuestra vida, de nuestras
sociedades, y hasta del legado que de un modo inexorable dejaremos a quienes
nos sucedan como actores en este gran teatro de la Historia.
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