Qué calor y qué tipo tengo
Se entiende que el excelentísimo Ayuntamiento de León quiere
que sus vecinos cojan sus buenos catarros. Así, por ejemplo, si un ciudadano de
esta pequeña y coqueta ciudad vive cerca de uno de los termómetros plantados en
los alrededores de las rotondas, cual castaños pilongos, dependiendo de cual
sea el que haya visto, saldrá de casa con una ropa determinada: dada la
extraordinaria e inexplicable diferencia que hay entre lo que marcan cada uno
de ellos, ya pueden ir compadeciéndose del pobre. Esta misma tarde, en Eras de
Renueva, uno de ellos marcaba once grados. Temperatura que, para un sevillano,
a lo mejor es lo suficientemente fresca como para salir con la estufa de casa;
pero aquí, en el norte, con esos grados salimos poco menos que con una
camiseta de manga corta. Curiosidades de
la vida en general, y de nuestra villa en particular, en la plaza de la Inmaculada eran cinco
los grados que marcaba el bálano digital. Por momentos llegué a pensar que me
había quedado destemplado. Como esos señores que, pillados en flagrante delito,
después de una vida dedicada a la mangancia de guante blanco, se les queda esa
cara de bobos, de pasmados, como de pescado mal congelado, con la que entiendo
que nacieron y siempre ha sido objeto de chacota por los más chisposos del
barrio. ¡Y es que hacía tanto frío! ¡Se quejaba tanto la gente! Pero, coño, no
íbamos a ponernos también en contra del mercurio: ya tenemos bastante con el
gobierno. Temperatura aparte, tema socorrido para tratar cuando no abunda
precisamente la confianza, hoy he podido admirar a bellas muchachas de rostro
angelical, a las que apenas se las veían los ojos, embutidas en sus gorritos,
bufandas y guantecitos, todo ello muy lindo, y haciendo juego, como corresponde
a toda señorita que se precie. Aunque, la verdad, las comprendo. Los hombres
entramos en una zapatería y tenemos un par de modelos de zapato para elegir.
Ambos igualmente feos. Y bastante incómodos, por cierto. Las mujeres, en
cambio, tienen una variedad tan rica e infinita, que es como para volverse
loco. Loca, perdón por mi extremada empatía. El otro día, acompañando a mi
hermana, observé en una tienda una fila de botines tan larga que no alcanzaba a
ver su final. Negros, marrones, de piel o de ante, con juguetonas motitas,
serios y circunspectos, como de ministra socialista. En fin, un sinfín de
variedades. Y, claro, cuando uno pasa la vista de los estantes a los ojos de
las clientas, ve ese desvarío tan delicadamente femenino, esa codicia de
género, ese semblante soñador en el que ya se imaginan con sus nuevos botines,
y su nuevo abriguito, y lo monas y conjuntadas que van a quedar con sus nuevas
adquisiciones. Y por no mencionar el buen humor que se puede observar en sus
novios o maridos. Todos ellos cargados con bolsas de la compra (y ninguna para
ellos). Y, además, todas enormes. Y realmente pesadas. Y es que hay que ver
cómo nos gusta a los hombres ir con las mujeres de compras. ¡Son tan felices en
esos momentos! ¡Y parece, por fin, que nos quieren tanto! Y, además, ¿que
hombre de bien, hoy día, y que encima se precie de serlo, iba a quitar el gusto
a su santa por no acompañarla? Aunque todos sepamos lo comprensivas que se
mostrarían en caso de declinar oferta tan apetecible. Porque las mujeres podrán
ser frágiles y caprichosas, alguna conocerán, pero convendrán conmigo en que
jamás se les pasaría por la testa fastidiar a sus admirados hombres.
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