Cereza rojas
Llegada la época de recolectar
cerezas, calderito en una mano y escalera en la otra, todo el pueblo se pone
muy ufano, con mucha pompa, a mostrar su excelente cosecha. Apenas han tenido
que regar y quizá echar un poco de sulfato, es decir, no les ha dado trabajo, y
no pueden agradecer a su inefable pericia como campesinos, agricultores o
jardineros, y ni siquiera a la realización de otros muy diversos malabarismos
técnicos de la cosa rural, el éxito de sus frutales; pero encuentro que
encuentran muy agradable exhibir sus bienes de una u otra manera. Conjugan el
verbo tener de adelante a atrás y viceversa. Y creo que no se cansarían en toda
una vida de cantar las alabanzas de algo que les viene dado, y en lo que tan
poco han influido. Hace algunos años pensaba que era un mal endémico. O sea, una
característica más que peculiar de la gente de mi zona. Pero uno crece, qué
remedio. Y la mirada, aun en contra de los principios con los que se llega bien
mullidito a la cuna, se hace experta. Volviéndose unas veces más prejuiciosa, y
otras, por el contrario, más desprejuiciada. Al final, hay que dar justo valor
a aquella sentencia atribuida a Lord Byron: cuanto más conozco a la gente, más
quiero a mi perro. Y he de confesarlo, claro: yo no tengo perro.
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