Colección féminas leonesas
La mujer con cuerpo de
muchachita. La veo casi todos los días al comenzar el paseo. Tiene la piel de
un dorado tostado, o de un bruñido ceniciento, poco normal en latitudes
carentes de playa en las que suelen abundar morenos de andamio, y cuerpos de
tapa, de pincho, y de chato. Se admira en ella un cuerpecito menudo, delgado y
frágil como el de un pajarillo. Durante los meses de invierno lo disimula entre
ropones holgados, deportivos, a la vista de los cuales ni una imaginación
fecunda y profundamente admirativa
podría adivinar lo que alberga debajo. Sus piernecitas son de una
delgadez estremecedora. El otro día llevaba unos pantalones cortos a los que les
quedaba demasiado tramo para llegar algún día a ceñir sus proyectos de muslo.
No obstante, que sus pilares fuesen endebles, no significa que no fuesen
rectos, bien definidos, y con un principio de musculatura que quizá en otro
tiempo perteneciesen a una atleta, a una gimnasta, u a otra especialista en
algún deporte en que la genética no fuera demasiado exigente. Sus muñecas
apenas sostienen las pulseras que las adornan, y sus brazos abultan lo mismo
que sus piernas, aunque proporcionalmente mucho menos. Carece, en fin, de toda
forma femenina. Y, sin embargo, esa mujer es atractiva. Hay algo en ella, tal
vez, como dicen los poetas, en el aura que desprende, que cautiva. Su andar
indiferente, su mirada acechante, su estilo imperturbable. Lo desconozco,
porque no sé muy bien qué es lo que define a la persona. Qué nos hace tan
diferentes, y a la vez qué nos hace tan
iguales. Cuál es nuestra esencia, aquello que nos define y nos marca en la
vida. Por qué a unas personas les despertamos cariño, afecto, cercanía, y a
otras, en cambio, odio, rechazo, una profunda animadversión. Quizá la vida
consista precisamente en averiguarlo. O tal vez tan solo en vivir
desconociéndolo.
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