El tiempo de Nuncajamás.
Nos encontramos en pleno Julio, mes de calor, de chicharra y chiringuito, de camping y arenal, de escote y babero. Debía de traer el mes calor consigo, como el pan bajo el brazo de los niños de antaño, pero los tiempos cambian y, los Julios de hoy son más frescos, como nuestras mujeres, en verano, digo.
En estos días de ocioso rigor, le vienen a uno a la memoria tiempos pasados, que no fueron mejores que los que no hemos pasado, ni peores que los que aún vivimos. Esos tiempos, esas reminiscencias estacionales, esos efluvios de postín, en definitiva, conforman mi pequeña memoria histórica.
El tiempo no pasa, vuela. Se esfuma, evapora, diluye…desaparece. Pero a esta conclusión no se llega de paseo, no se avizora desde lontananza, no nacemos con ella bajo el brazo que ocupa nuestro alimento potencial. Es pues, una idea impropia e inapropiada para yogurines de calcetín blanco, calzoncillo inmaculado y axila inodora. En aquellas edades de descubrimientos diarios, no percibíamos la fugacidad de nuestro entorno, lo efímeros que eran los días, los meses, los años, lo etérea, en fin, que era nuestra vida, nuestras vivencias, nuestros sueños, nuestros anhelos platónicos.
El ser humano bisoño, disfruta del paisaje sin mirarlo, se alegra la vista con los ojos cerrados y se deja llevar por el suave tacto de lo que no toca. Todo ello le lleva a vivir en un mundo ficticio, de fantasía novelesca. Un mundo escrito en libros con páginas en blanco que nunca rellenará.
Los veranos de antaño, duraban más y, empero, duraban lo que tenían que durar. En nuestra infancia el tiempo no huía, como rezaba aquel famoso adagio latino, era perenne, imperecedero, inagotable, inabarcable, inaprensible e, inasible. Las estaciones y las edades se tornaban eternas, como nuestras vidas. Es por ello que no lo valorábamos, no lo teníamos en consideración, no inferíamos su justa medida. Pasaban los años indefectiblemente, vacuos, sin significado, inanes. Los veranos nos parecían vidas enteras, -tediosa existencia la del holgazán- ; las vacaciones no tenían fin, -inefable losa la que carga sobre las espaldas del irreflexivo- ; los años no terminaban de pasar y queríamos crecer y queríamos ser mayores y queríamos hacer lo que nuestros padres…pero la existencia era lenta, larga, dura, difícil. Qué de tiempo nos sobraba para hacer todo lo que queríamos, deseábamos, debíamos y no debíamos. Nunca seríamos mayores, nunca tendríamos responsabilidades. Jugaríamos y jugaríamos y, dedicaríamos nuestra fútil existencia, a los quehaceres más triviales y banales.
Pero un día despertamos de nuestro bonito sueño. Descubrimos que hemos crecido, que somos relativamente independientes, que pensamos por y para nosotros, que de nuestras decisiones dependen muchas cosas y, otras muchas, de las decisiones de los demás, que tenemos una existencia limitada, que vivimos en un mundo real, que ser mayor no es tan divertido ni tiene tantas ventajas como pensábamos y que, además, nos hacemos viejos, nosotros que todo lo podíamos, que todo estaba al alcance de nuestras manos, que no había nada ni nadie que impidiese u obstaculizase nuestras loables metas…
Coda: mientras fui un chiquillo vivía alegre y despreocupado de todo cuanto me rodeaba. Dormía lo que quería –utilizando cuenta la vieja, pasamos entre 20-25 años de nuestras vidas entre sábanas-, no prestaba la suficiente atención a mi familia –claro, uno piensa que siempre van a estar ahí, pero un día se casan nuestros hermanos, otro se mueren nuestros abuelos y otro nos faltan nuestros padres, apenas cuando empezamos a disfrutar de ellos y ver las ventajas de sus reproches, la alegría de su compañía y, por supuesto, la utilidad infinita de sus desinteresados consejos-, no leía, no estudiaba…no vivía.
Un saludo a tod@s, perdón por el post ñoño.
En estos días de ocioso rigor, le vienen a uno a la memoria tiempos pasados, que no fueron mejores que los que no hemos pasado, ni peores que los que aún vivimos. Esos tiempos, esas reminiscencias estacionales, esos efluvios de postín, en definitiva, conforman mi pequeña memoria histórica.
El tiempo no pasa, vuela. Se esfuma, evapora, diluye…desaparece. Pero a esta conclusión no se llega de paseo, no se avizora desde lontananza, no nacemos con ella bajo el brazo que ocupa nuestro alimento potencial. Es pues, una idea impropia e inapropiada para yogurines de calcetín blanco, calzoncillo inmaculado y axila inodora. En aquellas edades de descubrimientos diarios, no percibíamos la fugacidad de nuestro entorno, lo efímeros que eran los días, los meses, los años, lo etérea, en fin, que era nuestra vida, nuestras vivencias, nuestros sueños, nuestros anhelos platónicos.
El ser humano bisoño, disfruta del paisaje sin mirarlo, se alegra la vista con los ojos cerrados y se deja llevar por el suave tacto de lo que no toca. Todo ello le lleva a vivir en un mundo ficticio, de fantasía novelesca. Un mundo escrito en libros con páginas en blanco que nunca rellenará.
Los veranos de antaño, duraban más y, empero, duraban lo que tenían que durar. En nuestra infancia el tiempo no huía, como rezaba aquel famoso adagio latino, era perenne, imperecedero, inagotable, inabarcable, inaprensible e, inasible. Las estaciones y las edades se tornaban eternas, como nuestras vidas. Es por ello que no lo valorábamos, no lo teníamos en consideración, no inferíamos su justa medida. Pasaban los años indefectiblemente, vacuos, sin significado, inanes. Los veranos nos parecían vidas enteras, -tediosa existencia la del holgazán- ; las vacaciones no tenían fin, -inefable losa la que carga sobre las espaldas del irreflexivo- ; los años no terminaban de pasar y queríamos crecer y queríamos ser mayores y queríamos hacer lo que nuestros padres…pero la existencia era lenta, larga, dura, difícil. Qué de tiempo nos sobraba para hacer todo lo que queríamos, deseábamos, debíamos y no debíamos. Nunca seríamos mayores, nunca tendríamos responsabilidades. Jugaríamos y jugaríamos y, dedicaríamos nuestra fútil existencia, a los quehaceres más triviales y banales.
Pero un día despertamos de nuestro bonito sueño. Descubrimos que hemos crecido, que somos relativamente independientes, que pensamos por y para nosotros, que de nuestras decisiones dependen muchas cosas y, otras muchas, de las decisiones de los demás, que tenemos una existencia limitada, que vivimos en un mundo real, que ser mayor no es tan divertido ni tiene tantas ventajas como pensábamos y que, además, nos hacemos viejos, nosotros que todo lo podíamos, que todo estaba al alcance de nuestras manos, que no había nada ni nadie que impidiese u obstaculizase nuestras loables metas…
Coda: mientras fui un chiquillo vivía alegre y despreocupado de todo cuanto me rodeaba. Dormía lo que quería –utilizando cuenta la vieja, pasamos entre 20-25 años de nuestras vidas entre sábanas-, no prestaba la suficiente atención a mi familia –claro, uno piensa que siempre van a estar ahí, pero un día se casan nuestros hermanos, otro se mueren nuestros abuelos y otro nos faltan nuestros padres, apenas cuando empezamos a disfrutar de ellos y ver las ventajas de sus reproches, la alegría de su compañía y, por supuesto, la utilidad infinita de sus desinteresados consejos-, no leía, no estudiaba…no vivía.
Un saludo a tod@s, perdón por el post ñoño.
2 Comments:
Tempus fugit... así que ¿para cuando esas cañas y esa cena con los de clase? Porque tal es la impresión que me has dejado que para cuando llegue ya peinaremos canas.
Un abrazo.
Muy buenas Roberto, pues esta la cosa jodida -parafraseándome a mi mismo- a ver si en el mes de Agosto que llega Jose -que ahora está en Oviedo de vacaciones- se puede organizar algo hombre, que ahi ganas.
Nada, si no hay tiempo se pinta, que para eso hay que sacar tiempo como sea -o por lo menos se intentará-.
Un abrazo Roberto, a ver si nos podemos ver todos hombre.
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