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Política, literatura, sociedad, música

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

24 mayo 2008

Viviendo y aprendiendo.

Hay momentos en la vida, bien lo saben ustedes, en que un hombre hace lo que tiene que hacer. Y a lo hecho, pues no hay otro remedio, se saca pecho. Decían los viejos de mi lugar, y quizá los del suyo, que en tiempos en que las patatas se freían con agua todo niño, aunque el ejemplar fuese feo, traía un pan, por lo menos, bajo el sobaco. El hecho, pues, del alumbramiento de un niño, un varón, un estirado machito era motivo de celebración fastuosa. De opípara comida. De hondo y marcado regocijo.

Comprenderán entonces ustedes que mi padre, criado en inveteradas costumbres, buscase con ahínco, y quizá algún otro elemento, un niño. Lo buscó a la primera, pero el hombre tuvo una vivaracha chiquilla. Lo intentó a la segunda, pero los patucos que la criaturilla calzaba, de un tono rosáceo se avizoraban. Sin embargo mi padre, un hombre ciertamente obstinado, porfió en su empeño y a la tercera, como el dicho reza, fue la vencida. Luego vendría una cuarta, que fue cuarto, y entre risas, a las visitas, mis padres presumirían de dos parejitas.

Fíjense lo contento que se vería mi padre con tanta mano de obra, en potencia, por supuesto, gratuita. Sobre todo por parte de los dos mozos de la casa. Porque las labores del pueblo, sépanlo ustedes y no se fatiguen, pesan. Vaya si pesan. Pero, o tempora, o mores. No contaba mi padre con la evolución, por otra parte ineluctable, de los tiempos.

Durante muchos años, en mi modesta condición de músico, hallé una disculpa perfecta. Pues no saben ustedes lo que cuesta mantener unas manos de pianista como Dios manda: finas, suaves, delicadas, sensibles, hechas para acariciar mininos y mininas. De este modo, más o menos, se lo exponía a mi padre y, aunque en el fondo sabía que yo era físicamente un vago, pienso que lo comprendía. O eso decía. Posteriormente mi hermano, a falta de mejor disculpa, me ponía a mí como ejemplo. Imagínense el resultado: juventud divino tesoro, aunque al agua no den un palo.

En cualquier caso, toda esta dinámica participativa cambió el otro día. Como uno se ufana de probar de todo en la vida, se entiende que de todo lo que me dejan, me ofrecí voluntario para ver como era eso que llamaban trabajar en el pueblo.

Dicen que todo el mundo tiene un reloj biológico mecánicamente aproximado, pero el de mi padre es realmente extraordinario. Antes de irme a la cama, a soñar con mujeres puras y castas, me avisó de que a las ocho en punto me quería en pie. Y mucho antes de que el despertador sonase, esto es, media hora antes, ya sentía a mi padre bullir inquieto por la casa. Como si de un alma en pena se tratase. Tal era su desasosiego, que tuvo a bien avisarme de que fuese espabilando. Como tengo por buena costumbre levantarme, normalmente, casi tres horas después, pensé que todo era un sueño y volví de donde había venido. Llegadas las ocho, viendo mi padre que no me levantaba y acudiendo tan raudo como preocupado a mi habitación, encendió luces, levantó persianas y dio voces, y todo simultáneamente; cerciorándose, instantáneamente, de mi buen aspecto, dijo: levantese usted.

Esta necesidad, casi fisiológica, de experimentación me había llegado meses atrás, durante las pasadas navidades, mientras leía el nuevo best seller de Noah Gordon, La bodega. Hablaba el autor con tanto encanto de la labranza, la tierra y la vida de campo que en su momento entraban unas ganas terribles de trabajar en el mismo, aun sin pararse a pensar que quizá el autor no había probado la experiencia personalmente en toda su vida.

A la cita laboral, además de mi padre y un servidor, acudió mi madre. La finalidad no era otra que allanar un pedazo de terreno para sembrar césped. Todo hombre guarda en su imaginación pedazos de su futuro probable, con lo que antes de empuñar los aperos y enfundarme en ropa de faena, mi mente, quizá demasiado adelantada, ya vislumbraba bajo los manzanos sendas hamacas, en el centro un bonito cenador para disfrutar de esa brisa ligera que inunda el campo en el ocaso de las tardes de estío, e incluso una pequeña fuente de piedra que alegrara con su monótono chasquido la quietud sin par del paraje.

Por supuesto, aquí se acabó la poesía. En seguida me sacó mi padre del estado de ensoñación en que me hallaba. No sin cierta ironía, y a mayor abundamiento de mi tan escuálida cultura, denominó uno por uno los utensilios que utilizaría. Tengo que reconocer, que los seguía mirando con delectación. A ambos lados del terreno en que nos hallábamos los vecinos del pueblo miraban con curiosidad la escena, pues habían oído que el hijo de mi padre que no es mi hermano era una persona leída, estudiada y poco dada a extravagancias físicas. Supongo que esperaban que la pala, el rastrillo, el carretillo y otros enseres se resbalasen de mis manos en el momento que los empuñase; por supuesto, no les iba a dar el gusto.

La primera faena de campo encomendada del día, y prácticamente de mi vida, fue llenar carretillos de tierra en una parte del terreno en que abundaba y distribuirlos allí donde era más escasa, con el fin de igualar el terreno. Ciertamente, no era labor complicada. Así pues, con diligencia y efusividad desconocidas por aquellos pagos, cavé y cavé y llenaba carretillos y carretillos. Mucho después, esto es, tres cuartos de hora más tarde, mis riñones ya pedían auxilio, mi boca añoraba agua fresca, y mi cuerpo entumecido, requería ávido un lecho de reposo onírico. Mi padre me miraba, trabajaba y silbaba. Esto era sospechoso, ya que cuando mi padre silba no sólo es que está contento sino que, además, está pensando. Como resultado de su cogitación, más tampoco esperaba, me dijo un lacónico: descansa un poco si te cansas; sin pena ni, por supuesto, atisbo de gloria. Por la tarde supongo que lo pensó mejor y me encomendó otra tarea, según él más ligera: quitar tapines. Pensé que se trataba de uno de esos neologismos que mi padre frecuenta, pero el diccionario de la RAE, impasible ante el sufrimiento humano, al llegar a casa, me sacó de dudas: “pedazo de tierra trabada con hierba y raíces que se corta con la azada”. Recordé a Virgilio, y su labor omnia vincit; con lo que me puse a quitar los dichosos tapines. Estaban por todas partes. Allí donde miraba, encontraba tapines. Allá por donde andaba, encontraba tapines. Incluso al sentarme, exhausto por el esfuerzo realizado, lo hacía sobre tapines. Llegué, verdaderamente, a obsesionarme.


Tras acabar con los tapines, a esas alturas del día, sinceramente, sólo pensaba en tumbarme en mi cama. Atrás habían quedado los pensamientos poéticos, las frescuras silvestres y las hamacas bajo los árboles. Yo, no estaba hecho para la vida de campo. Esa misma noche, soñé con tapines. Y me juré, salvo causas absolutamente mayores, no volver a tener trato alguno con ellos. Entre tapines, carretillo y pala se consumieron el día y mis riñones. Y cuando acudí a mi habitación y vi sobre la mesa mis queridas leyes, las abracé incluso emocionado.

Conclusiones vitales: “cada pasión, de hecho cada inclinación o aversión, tiñe los objetos de conocimiento con su color…lo que ocurre más frecuentemente es la falsificación del conocimiento por el deseo o la esperanza”. Arthur Schopenhauer.

4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

¿Por qué engañas a tus lectores?Reconoce que nunca le has dado un palo al agua. seguro que hacías como que trabajabas mientras que tu padre se dejaba el lomo.
Por cierto, ¿Como es que tienes tanto tiempo libre para escribir este pedazo post si tienes que estudiar?
PD: Sigue dandonos tantos momentos de gloria
Fdo: madrileño de adopción

lunes, 02 junio, 2008  
Blogger Javi said...

Oigame señor maestro, ¿no dicen que la intención es lo que cuenta? (aunque con las mujeres eso sólo no baste). Entonces, ¿qué culpa tendré yo si aprendo más mirando que haciendo? :-)

Somero desglose de mi tiempo: oposición(+)música(+)el cursito de 200 horas que me estoy metiendo encima de la giba y que va a acabar con mi salud(+ (o tal vez -)) mujeres (ya quisiera yo)= ¡¡Qué coño es eso de tiempo libre!! ¿existe realmente, o es un mito como lo de los siete seguidos...?

Buenas noches Alex; a ver si va a haber que salir este fin de semana...

martes, 03 junio, 2008  
Anonymous Anónimo said...

De acuerdo al 101% con el señor profesor, como dispones de tanto tiempo libre??...si a mi...ni me ha dado tiempo para leerlo!!
Si me lo resumes en una frase o como mucho en dos, si son cortas...prometo dar mi humilde aunque sincera opinión sobre dicho tema.

viernes, 06 junio, 2008  
Blogger Javi said...

Don Julián, hay un viejo dicho que reza, como casi todos, una gran verdad: "de donde no hay no se puede sacar"; y al mismo me remito. No saco el tiempo de ninguna parte: simple y desgraciadamente, no lo tengo. Pero ya que por esa razón escribo tan solo una vez a la semana, que menos que esmerarme un poco.

Por otra parte, creo que el título del post puede resumirte el contenido del mismo decentemente. Si no, y realmente te inquieta :), el Sábado -espero que así sea- ya me comentas la duda tomando una copa. Habrá que ver si el Húmedo sigue donde lo dejé.

Buenas tardes Julián, nos vemos.

viernes, 06 junio, 2008  

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