Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

02 octubre 2008

Qué maravilla. Acabo de llegar de cortarme el pelo. Mi querida peluquera se había ido de vacaciones justo, justo, cuando más falta me hacía. Y a pesar de que mi aspecto ante el espejo era bastante aproximado al de la señorita que desfila por ahí abajo, esperé su retorno. Ustedes comprenderán, yo que lo sé, que un hombre, después de su mujer, sólo debería ser fiel a su peluquera. Pues uno, con la edad, ha llegado a la conclusión de que en la vida hay determinadas cosas que por su delicadeza sólo deberían recaer en manos cualificadas. Y el pelo, lo sabemos quienes lo tenemos, es una de ellas. Como soy de pocas palabras con la gente con la que aún no he cogido confianza, cambiar de peluquero se convierte en una cuestión de gran seriedad. Casi tanto como el guardarse, una vez cogida la vez en la carnicería, de que una de esas muchas señoras que pululan rolser en mano por la ciudad, y que gastan más cara que espalda, no se le cuelen a uno.

La pobre peluquera estaba un poco agobiada en su vuelta al trabajo. Parece ser que un servidor no era el único que veía descuidada su imagen frente al espejo. Y mis queridos vecinos del barrio, añoraban a la buena profesional del corte capilar, como antaño se añoraba las comidas y mimos de las madres cuando un hombre iba en busca de su hombría, que no todos la encontraban en un puticlub, como el presi de Cantabria, sino en el servicio militar obligatorio. Del que alguno volvía trasquilado, y ya no se recuperaba.

Por cierto, hablando de peluqueras, no sé si habrán tenido la fortuna de ver el programa Al pie de la letra, de Antena 3. Han modificado el formato de concurso y ahora acuden pequeños grupos. Esta semana, por ejemplo, se están batiendo el cobre unas señoritas peluqueras, muy monas ellas. La escena ofrecida por el programa es verdaderamente entrañable, pues, en esta vida, perra y mala, no todas las personas aparentan lo que son; estas peluqueras, en cambio, sí que lo aparentan. Aunque yo, en realidad, cada vez que las veo, egoístamente, sólo me acuerdo de sus propios clientes, y de cómo estarán esperando en su barrio a que las echen de una vez y vuelvan a sus casas.

Era el primer día en una peluquería tras las vacaciones, quia. Como soy una persona educada, pregunté a la peluquera que qué tal las mismas. A continuación, como me considero un hombre ciertamente original, curioso, y así se lo hice saber, también indagué a ver si por alguna extraordinaria casualidad, además, era el primero que se lo preguntaba. Nos reímos mucho. Coger confianza con la persona que le corta a uno el pelo tiene estas cosas. El anterior cliente, con orgullo de barrio, y síntomas de haberle raspado la vida el físico, le soltó una retahíla de chistes a cual más machista. Ella sonreía, y le decía que quizá, quizá, le hiciesen más gracia a otro. Su pelo debía ser bastante grasiento, ya que cuando me levantaba para ocupar mi sitio, en el cómodo y aterciopelado asiento de la peluquería, casi me resbalo y doy de bruces contra el anciano. Al que mi movimiento torpe, no le hizo la misma gracia que sus elaborados chistes.

Una vez en sus manos, en las de la peluquera, se entiende, me dejé llevar. ¡Qué otra cosa puede hacer un hombre en tal tesitura! Y, además, es de buen suponer, que habrán llegado a la conclusión de que salí de la peluquería, pues eso, hecho un hombre. Buenos días. A ver si me pongo a estudiar, que ya es hora.