Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

03 agosto 2009

Lo mejor del comienzo de aquellas mañanas era el abrumador despliegue de imaginación del que algunos daban cuenta en aquellas tiernas edades. Era un motivo, tan noble como cualquier otro, por el que acudir a clase con extraordinaria puntualidad: virtud, como saben, de quien mucho se aburre. Y estando ya todos los polluelos en sus posiciones, preparados y listos, cada mañana principiaba una nueva oración, que en realidad era el comienzo de un nuevo castigo. Lo que en un principio se llegó a pintar por los alumnos como un ritual absolutamente innecesario por el que debíamos de pasar a diario, fatigosa tarea de juventud, insoslayable martirio de amaneceres, pronto, con la ayuda y gracia de Dios, se trocó en todo un festival de alegría, en una muestra exótica de procaz ingenio. Curiosidades que tiene el pasado, he de decir que cuando todo comenzó las monjas nada sospecharon de la buena disposición que, de la noche a la mañana, ahora mostraban sus muchachos en el manejo del devocionario. Y lo tomaron, santa ingenuidad, como el despertar de una vocación que les daría grandes alegrías en tiempos venideros, siempre tan prometedores de dicha y cosas muy buenas. Pero el tiempo, que es vida, da a unos la razón que a otros simplemente quita. Y así, a aquellas naturalezas desconfiadas que tenían la certeza de que nada bueno había tras la cara de buenos de sus discentes, el tiempo les dijo que a las cabras, si bien no siempre, las suele tirar su monte. Y como todo tiene su orden, recuerdo que tras la oración venía siempre la petición. Y con ella, a decir de las santas mujeres, nuestro pecado. Las había de todo pelaje. Cuestión por la que se llegó a asegurar que por no haber no había ni vergüenza. Todo un trimestre tardó la tutora, una monja con cara de vinagre y apodo de instrumento musical, en darse cuenta de que aquello era un cachondeo. Y ella un lince. Había peticiones verdaderamente obscenas para un colegio de religiosas, como aquella, aunque no recuerdo con exactitud el tenor literal del atrevimiento, que pedía a Dios una mujer con los pechos muy grandes para dar de comer a todos sus hijos. Pues el chico, un alma ciertamente noble, ya se debía de oler que, de Paris, la cigüeña nada traía. Hoy aquel muchacho es economista, pero qué iba a saber la monja cuando le expulsó y le dijo que no quería demonios en su clase. Algunas niñas, pues muchas había, de estas repipis, mandonas e insoporteibols, pedían, supongo que un alarde de peloterismo sin precedente en la Gran historia de las niñas, que Dios las ayudara a ser buenas monjas el día de mañana. Ni que decir tiene que, ante semejante petición, el avinagrado careto de la monja se volvía melifluo, pacífico, como de caramelo. Haciendo olvidar por un instante, eso sí, muy leve, aquel tono incandescente que había alcanzado con lo de los pechos alimenticios. Y yo, que también fui muchacho: yo sólo daba gracias por el nuevo día. Pero lo hice durante los nueve meses del curso. Y el último día de clase aquella mujer santa dijo a la concurrencia, padres, madres y alumnos todos, como con cierto desprecio, que algunos, y sin mirar a nadie, sólo habían sabido dar gracias por una cosa durante todo el año. Quisquillosa. La tía.