Ayer estuve comiendo con unos antiguos compañeros de carrera. Siempre es un placer recordar viejos tiempos, viejas penurias y, también, cómo no, viejas alegrías. Estuvimos en uno de esos centros comerciales que tanto se llevan ahora, que han ido ocupando un lugar preferente en todas las ciudades y que, además, por lo que parece, han sido aceptados con mucho gusto por los ciudadanos de las distintas latitudes de nuestro país. Elegimos para dar satisfacción a nuestros paladares un restaurante de comida Americana, del que no pienso hacer propaganda, y en el que a decir verdad se comía estupendamente. Pedimos de entrantes, para picar, como se dice en estos tiempos alborotados, unos nachos. No sé si tienen el gusto o disgusto de haberlos probado, pero están realmente buenos. Para entendernos, podrían describirse como una especie de Doritos en ensalada, muchas veces provistos de una salsa de queso. Como primer plato pedimos unas patatas fritas, con bacon y queso probablemente mojadas en una especie de salsa ali oli. Y de segundo, tóquense, pero no mucho, un sándwich de pollo con philadelphia. Sólo eran unos trocitos de pechuga, untados con una casi inapreciable crema de queso y abrigados por unas hojitas de lechuga insípida. Lo pedí porque me pareció exótico, y algo tenía que cascarles hoy en el blog, pero no me gustó mucho. Y a los postres uno de mis compañeros se decantó por unos profiteroles, y el otro, pues éramos tres, éste, además, ejemplar femenino, tuvo antojo (las mujeres, para muchas cosas, no tienen gusto: sólo antojos) de tortitas, pues aseguraba, ¡y quién discute a una mujer!, que siempre hay que dejar un huequito a los postres. Yo pedí helado de Vainilla, que como decían antes los abuelos, me supo a roscas.
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De todas las noticias que llovieron ayer sobre las ediciones digitales de los periódicos, hay una que me llamó, como dicen los periodistas ricos en adjetivos, poderosamente la atención. Si usted es lector desapasionado del blog o, por el contrario, siente un gustirrinín inefable cada vez que actualizo, sabrá que me estoy refiriendo a la noticia del desmadre sexual en la campiña inglesa. Nada que opinar sobre la noticia. A mi me parece muy bien que cada cual se desahogue como le parezca. Y si yo hubiese tenido la pasta suficiente para participar en semejante coyunda, con todo el dolor de mi alma, a estas horas, a mí, desde luego, no me estarían leyendo. Y no creo ser el único en pensar de ese modo. Por eso me sorprenden las declaraciones de algunos de los testigos: “De pronto aquello se transformó en un espectáculo digno de Eyes Wide Shut”, decía el dueño del improvisado lupanar. “¡Por todas partes había personas copulando. Incluso en las barandillas vi a cuatro parejas!", exclamaba uno de los empleados, supongo que con restos de salivilla Pavlov en la comisura de los labios. Pero lo más hilarante, hay que ver cómo somos, es el apartado de las participaciones: agudas: “seguro que a mi no me dejaban entrar por ir en zapatillas”; para emprendedores: “¡quién no se pondría una capucha y un taparrabos y para la campiña!"; hay gente escrupulosa, no me digan: “espero que limpiasen la barandilla luego”; maricón el último: “en el mundo gay esto se hace desde hace años sin tabúes ni complejos”; personas ciertamente filantrópicas: “busco mujer que me quiera acompañar, una vez dentro ya me busco la vida”…en fin, y resumiendo, comentarios todos del tipo: “yo también quise estar allí… pero no pude”. Qué me van a contar a mí.
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