Por fin, y miren que busco de un modo entusiasta e incesante, después de leer múltiples reflexiones sandias y fútiles de diversas féminas sobre la visión que una mujer que se precie y aprecie ha de tener de un hombre, topo con la sincera Carmen Rigalt, y su eximio ideal de machote ibérico.
Luego, claro, dirán que lo que las pone son los hombres sensibles y delicados…
Luego, claro, dirán que lo que las pone son los hombres sensibles y delicados…
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Rescato de la fantástica novela histórica de Lion Feuchtwanger (1884-1958), La judía de Toledo, una interesante reflexión sobre la naturaleza de las cosas, la naturaleza de las personas, la profunda relatividad que nos rodea en casi todos los aspectos de la vida, y que deja tan poco margen, si es que lo deja, para una posible defensa de las llamadas verdades absolutas: “mucha gente sencilla considera la guerra condenable porque en ella necesariamente se cometen muchos desmanes y Dios ha prohibido cometer desmanes. Os digo que esto no tiene sentido. La guerra no es ningún desmán, es buena y justa, puesto que la guerra tan solo pretende convertir la injusticia en justicia y la discordia en paz tal y como las escrituras nos lo ordenan. Y si en la guerra suceden muchas desgracias, éstas no se deben a la naturaleza de la guerra, sino al incorrecto comportamiento de cada uno, como, por ejemplo, cuando un guerrero toma a una mujer y la fuerza, o hace arder una iglesia. Esas cosas no forman parte necesariamente de la naturaleza de la guerra, sino del incorrecto comportamiento de cada uno. De modo semejante sucede, por ejemplo, con la justicia de acuerdo con la naturaleza de la cual debe juzgar el juez, haciendo uso de su sentido común y de acuerdo con su capacidad. Pero cuando un juez juzga injustamente, ¿podemos decir que la justicia en sí misma es mala? Evidentemente, no podemos decirlo. Lo malo no se encuentra en la naturaleza de la justicia, sino en su aplicación incorrecta, en su mala interpretación y en los malos jueces”.
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El paseo y sus enseñanzas. El frescor de las primeras horas de la mañana trae al mundo deliciosos espejismos, que tanto agradan a la siempre difícil digestión de una mirada. Una nueva urbanización de pisos, con una línea chic, moderna, antinatural. En ella destaca una pequeña terraza, exiguo jardín de ciudades, sin privacidad aparente, y ni tan siquiera deseada. Él desayuna café y tostadas, hojeando desapasionado el periódico del día. Poco después llega ella. Su bata, de negra seda y elegante caída, deja al descubierto sus largas piernas: mudos testigos de contorsiones libidinosas. Se trata de una mujer de extraordinaria belleza, muy atractiva. Se sienta frente a su marido, su novio, su amante. Sonríen en silencio. Se quieren. Acaban de hacer el amor; sus cuerpos, impresión ineluctable, continúan llamándose. Él sigue masticando sus tostadas, despacio, tranquilo: aportándose una fugaz y aparente seguridad. Ella sigue observándolo. Aparto la mirada. Ya no estarán a la vuelta. Nunca a la felicidad se la apellidó eterna.
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