Llevo unos días leyendo una obra verdaderamente maravillosa. Una creación artística de una belleza inefable, asombrosa, incomparable. Llevaba años esperándome cada tarde, lo notaba, lo sentía cuando me sentaba en el salón a contemplar los mimados hijos de mi pequeña biblioteca. Y hace ya una semana, soy un ser asaz dubitativo, me decidí, silente atrevimiento de quien no vive ni puede vivir otras aventuras que las ofrecidas a sus ojos por naturalezas tan nobles, transparentes, inimitables, tan fuera del alcance de lo que, a diario, la vida ofrece. Como el tiempo me es escaso, y por ello extraordinariamente caro, no puedo hacer otra cosa que escoger con delicadeza, con sumo cuidado, el modo en que mejor emplear mi cada vez más exiguo descanso. Por esa razón, sabrán comprenderme, la divina elección fue El conde de Montecristo. La gran historia de Edmundo Dantés, plasmada para gozo y disfrute de la posteridad por la eximia pluma de Alexandre Dumas. Algo más que literatura. Algo más que un libro. Toda una enseñanza moral que, según me cuenta quien ya ha degustado tan exquisito manjar, no deja a nadie indiferente, no pasa desapercibido como esas obrillas leídas que, al cabo de algunos años, apenas recordamos siquiera la trama por la que discurría el cada vez menos caudaloso torrente de tinta.
A mí estas cosas me emocionan, me pirran, me ponen, por eso las cuento con la vehemencia y apasionamiento de un muchacho enamorado deseoso de compartir su inconmensurable dicha con un alma afín, reposada, que le comprenda. Al terminar de leer las líneas de uno de sus capítulos, encontré en mi madre a esa persona siempre dispuesta a escuchar, a comprender, que es compartir. Expresé en voz alta mi pensamiento. Ya no hacen, ya no escriben, porque en mi opinión ya no pueden, libros como los de antes. Con ese sosiego que se destila página a página, con esas descripciones minuciosas y exactas como las actas levantadas por un soso fedatario, con ese alma del autor indefectiblemente encerrada entre sus hojas, esperando que llegue un lector que la libere, que mire al libro con los mismos ojos de quien en su día se tomó semejante esfuerzo. Mi madre trajo entonces a colación, muy pertinentemente, la arquitectura. Hoy el hombre, dotado de poderosas maquinas y un cualificado nivel intelectual, se ve incapaz, imposibilitado de llevar a cabo una obra semejante a, pongamos por caso, nuestras queridas y adoradas catedrales. Cuestión si no de talento, tal vez, sólo de tiempo. Las prisas de esta sociedad ciega, competitiva, tan inmoral, se trasladan inexorablemente a la literatura, la arquitectura, la música, digamos el todo: al arte. El legado del hombre, desde que tal nombre recibe, en un futuro no muy lejano, será un bosquejo de enfermos sociales, de ciudadanos con esa imprescindible prisa por vivir, por crear, por amar; sin pararse a contemplar, a ver, a pensar, a descifrar ese arcano natural que nos rodea, que nos acompaña, y que, desgraciadamente, nunca nos abandona.
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La distancia es pérdida de apego, de confianza, de temperatura. Amistades y amores fuertes y cálidamente enlazados, por el alejamiento de una de las partes, han devenido en el ineluctable enfriamiento de un vínculo que, en el pensamiento de cada uno, jamás se habría dibujado de ese modo lóbrego y en tantas ocasiones definitivo. Ante la incomprensión de alguna de las partes por el cariz tomado, conviene detenerse, y con frialdad, asegurarse de que la proximidad no hacía el conocimiento, y sólo desde la lejanía se contempla el verdadero ser, y la sustancia, medida, peso, magnitud de una sintonía innatural, onírica, que creíamos ejemplar, y se torna, despiadadamente, apócrifa.
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