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Política, literatura, sociedad, música

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

24 septiembre 2009

De puños y letras


El valor de lo tangible. Llama poderosamente la atención que en una época dominada por las nuevas tecnologías siga otorgándose más valor cuantitativo, su precio, y más valor sentimental, su significado, a lo impreso frente aquello que no podemos sostener, apretar o incluso acariciar con las manos.

En realidad, el valor dado a algo no es más que un parámetro de índole subjetiva. Nadie es objetivo a la hora de calificar, valorar o apreciar. Salvo que nos tomemos como índice de objetividad a nosotros mismos, claro. Algo, por lo demás, demasiado frecuente. Bien está que consideremos ciertamente guapo a aquel que según nuestros gustos lo es más que nosotros. Y más alto a quien, sin caberle otro remedio, nos contempla desde las alturas. Pero este vicio tan humano, considerar nuestro ombligo la medida de todas las cosas, nos lleva a relativizar absolutamente todo lo que se encuentra a nuestro alrededor. Y a expresar nuestros pensamientos como dogmas irrefutables que todo el mundo ha de comprender y observar desde nuestro mismo punto de vista, que será, sin duda alguna, el auténticamente correcto.

Por eso me sorprende encontrarme con opiniones, además de un peso extraordinario, como la de Antonio Muñoz Molina. Quien suele gozar de un gusto innato y exquisito para transmitir con una elegancia sin parangón todo aquello de lo que tratan sus artículos. O con la de otros maestros autóctonos, como la de Mauricio Peña y Fulgencio Fernández, en la última de La Crónica de León, a quienes se les ve el plumero nostálgico y romanticón a leguas y leguas de distancia.

Otorgar hoy día más valor a una carta escrita de puño y letra del remitente que a un correo electrónico me parece una reflexión anticuada, obsoleta e indigna de personas que trabajan, disfrutan y se benefician con ese hurto a Chronos que, al final, supone la meta de todo avance tecnológico.

Aunque siempre hay, claro, quien considera que escribir una carta a mano supone un mayor esfuerzo y dedicación. Y que, además, siempre estaremos seguros de que seremos sus únicos destinatarios. Pues las viejas cartas tenían una indefectible y característica pátina personal: la escritura. Y así esperábamos gozosos la inconfundible letra del novio querido, deseado y del que estábamos tan profundamente enamorados; el firme trazo de ese amigo cuya vida se consumía a kilómetros de distancia y por el que, como ingenuos chiquillos, para mitigar la angustia provocada por la ausencia, nos dedicábamos a contar ansiosos los días que faltaban para nuestro reencuentro; o qué decir de la delicada rúbrica de ese familiar cuyo cariño añorábamos pues nos era absolutamente necesario e imprescindible para sobrevivir a nuestra desdichada existencia.

Pero cogitaciones sentimentales a parte, hoy la vida, la sociedad, nuestras agendas imponen su ritmo, quizá cruel y despiadado para nuestra cada vez más depauperada calidad de vida, pero sin duda necesario para ajustarlo al rigor de nuestras cada vez más elevadas expectativas.

Puede que el correo electrónico no esté impregnado de esa embriagadora fragancia con la que algunas mujeres enviaban sus misivas. Ni contenga pequeños obsequios, melosos embaucamientos de rufianes pasionales. Y ni tan siquiera venga con esos dibujitos tan monos que hacían del límite de la mentalidad entre un hombre y un niño un terreno poco propicio para las diferenciaciones. Pero sin duda supone la materialización de un transmisor ágil y eficaz de información sentimental: es escandalosamente desabrido, sí; pero también escandalosamente diáfano de las verdaderas intenciones que, el insigne personal, guarda para con uno mismo.

Ya saben aquello que se atribuye a Jean Jacques Rousseau: “Las cartas de amor se escriben empezando sin saber lo que se va a decir, y se terminan sin saber lo que se ha dicho”. No me digan que no hemos salido ganando.

Pasen, en lo poco queda, un buen día de Otoño. Y quede constancia de mi gratitud por tenerles ahí pendientes. Es un placer.

Buenas noches.