El ejercicio es bueno, dicen
Hoy, después del café con más pastas de las dietéticamente aconsejables, me fui a echar unas carreras junto a la orilla del río, como dice la rumba, la guaracha, la salsa, el ritmo sabrosón. Hay que decirlo: madre mía, madre mía. Casi me tienen que traer a casa unas muchachas en brazos. Uno se hace viejo: ya no soy el que no era. La vida y el estudio gastan físico, así como esa pseudoagilidad mental diseñada para pasarelas de paletos de city. Yo, el paseo, no lo perdono ningún día. Pero correr ya es otro asunto. Este tipo de ejercicio llevaba, por lo menos, más de un año sin practicarlo. Y se nota algo más que ligeramente, desde luego. Aun reconociendo que el asombroso trote que llevaba hacía sonreír a las damiselas que me encontraba paseando con sus mascotas, y encelaba a la senectud motivándolos extraordinariamente para correr más y poder adelantar a un jovenzuelo totalmente sofocado y acabado como deportista de provecho. Ya antes de ponerme al asunto, si me hubiese observado alguien agudo, habría comprobado que mis ejercicios de calentamiento eran propios de mujeres fajadas y caballeros de cachaba de avellano: ligero balanceo de tobillos, rodillas, cintura, brazos y cuello. Dándome como ciertos aires de importancia e impertinencia, cualidades, como saben, primas hermanas. De hecho, calenté tanto y tan mal que comencé a correr porque me estaba quedando helado, y, también, cómo no, porque unas señoritas que acababan de llegar y estaban como dos quesitos de untar se me habían quedado mirando. Principié como el hombre que empieza su caminar por esta dura vida: trote suave, ligero, talle poco enhiesto, algo renqueante. Y, tengo que confesarles, que me las prometía muy felices, dado que mis piernas y mi mente respondían razonablemente, que es como hay que acostumbrarse a responder en este valle de hipotecas, pañales y escasos y muy mal elaborados, y peor finalizados, débitos conyugales. ¡De aquí a las olimpiadas!, me decía a mi mismo, como quien se reconforta diciéndose que no es verdad que sea más feo que Picio, sino sólo que los demás padecen de miopía y no lo saben o no terminan de enterarse. Lo que es la vida. Hay que fuckyourself. Unos minutos después, demasiado pocos para mi gusto, ya iba pidiendo la hora. Y eso que yo era el árbitro, el público y el futbolista. Sé que parecerá o debería parecer bastante raro, pero creo, sinceramente, que debería aprender a respirar. Aunque me imagino que se estarán preguntando qué llevo haciendo toda la vida. También sé que dicen que es cosa muy mala, muy fea y muy poco juiciosa parar de repente después de estos fustigamientos más inmorales e indecentes que musculares. Pero llega un momento en la vida de un hombre en que le importa un carajo lo que dicen, lo que piensan e incluso lo que escriben el resto de congéneres. Me paré, porque de haber seguido un solo paso más me habría tirado al río: derrotado por la vida, las mujeres y la prosa puntillosa del Gran Wyoming. Pero ni que decir tiene que, en ese preciso momento, las piernas se me quedaron pegadas al suelo como las raíces milenarias de esos bosques de hadas, enanos, duendes y brujas fornicadoras. O, siendo más exactos, como si un diligente albañil se hubiese tomado la molestia de acudir raudo adonde yo estaba y hubiese hecho de mis piernas un feo y desapercibido decorado de cemento. Total que mi experiencia vital con la naturaleza y el deporte, ese espíritu de superación personal que antaño garantizaba el consumo de Cola Cao, la Coca Cola o el Zumosol y su primo tonto, acabó con una inevitable sensación de derrotismo corporal y una ya de por sí mermada fuerza de voluntad para este tipo de riesgos sin cobertura. Aunque, en honor a la verdad, tengo que decir que el ejercicio me despertó el apetito y la imaginación, y así, mentalmente, me representé minutos después preparando un buen bocata de jamón. Lástima que, al final, la imagen tomara cuerpo.
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