El forúnculo
En el mundo democrático, participativo e igualitario en el que no sé si felizmente convivimos podemos encontrarnos con personas del más variopinto y llamativo pelaje. Y no siendo esto nuevo, evidentemente, también cabe asegurar que a nadie le parece asunto preocupante: merecedor, pues, de sus pensamientos más depurados y deslumbrantes.
Que cada cual es un singularísimo hijo de su madre y hasta de su padre es algo que no se discute por obvio y porque no conviene faltar al respeto, o no más de lo necesario, a la inteligencia del personal: que existe, aunque al igual que toda criatura celeste no pueda contemplarse simplemente con los ojos; y, en algún caso particular, ni esté ni se la espere.
El individuo, habiendo tantos, al que hoy en particular y felizmente quiero referirme no tiene una denominación, apodo o distintivo por el que se le diferencie de tantos otros. Ahora bien, no les quepa la menor duda de que, una vez entren en contacto con él, sabrán clasificarlo sin ninguna dificultad a partir de ese mismo momento. Como le pasó a don Francisco de Quevedo, quien, estando plácidamente defecando en una orilla del camino, vio que se acercaban dos hermanas religiosas, y, al contemplar semejante espectáculo, exclamó una de ellas: ¡Qué vedo!; y el escritor, nada sofocado, apostrofó: ¡Carajo!, ¡Hasta por el culo me conocen!, como dejó rigurosamente escrito Guillermo Cabrera Infante, otro ilustre plumífero, ya desaparecido.
Aparentemente, como decía, este ser pleno parece una persona normal. Esto es: respira, come, camina, conversa y, en ocasiones, incluso piensa. Pero no se dejen engañar. Esto, es sólo apariencia. Quiero decir, claro, que él aparenta mucho más de lo que cualquier otra persona viene aparentando en su vida, que no es, precisamente, poco.
Como ustedes comprenderán no pretendo asustar, causar pánico, temor y ni tan siquiera una leve inquietud en su normalmente imperturbable estado de ánimo. Sólo quiero avisar. Porque me considero un buen ciudadano. Incluso una buena persona. Consciente, por tanto, de mis numerosos derechos y de mis escasísimas obligaciones. O sea, en pleno uso y abuso de todas mis facultades.
Este sujeto del que he venido hablando hasta ahora, y al que aún no hemos puesto nombre, no es, desde luego, un paria. Este hombre o mujer, esta personilla, este engendro de la naturaleza, este ser humano, en fin, lo que es, o que baje Dios y lo llame, es un verdadero sinvergüenza. Pues a decir de algunos a las personas les ocurre lo mismo que a las cosas: hasta que no tienen nombre, no existen.
Tiene por vieja costumbre el inverecundo elemento participar en todas las conversaciones habidas y por haber que se dan en su entorno, incluso en aquellas a las que no ha sido llamado, o sobre todo en éstas, que a veces son las que más le interesan. Escucha el devenir de las mismas como si le fuera la vida en ello, como si con cada palabra fuese desapareciendo el hambre que arrastra con más gloria que pena por esta vida tan poco literaria. Y una vez finalizada, digerida y reposada la amistosa conferencia llega a la sabia conclusión de que lo dicho en ella no le conviene en absoluto. Que así no va a sacarle provecho. Que discrepa del fondo, dicho con genuina delicadeza.
En la época pretérita de todo hombre y mujer español, cuando convivían felices en los patios de las escuelas, las mujeres querían encontrar a un buen muchacho, y los hombres a una buena muchacha, es decir, que lo fuese y a ser posible que lo estuviese, había un aserto casi científico y desde luego irrefutable que rezaba algo así como Ajo y Agua, apocope de lo que todos ustedes ya saben, y que omito por lo indecoroso del término y lo muy decoroso que, por el contrario, me considero.
O sea, que cuando se llegaba a una conclusión, aunque ésta no fuera precisamente la más lúcida, la mejor o la más deseable, se daba por buena. Pues se había llegado a la misma por consenso. Casi nunca de un modo unánime, vale; pero sí podemos afirmar que era genéricamente aceptada. Con todos sus defectos y sus bellas virtudes, como las mujeres; o incluso como la democracia y el capitalismo, que puede que no sean los mejores sistemas, pero sí los menos malos.
Por todo esto creo necesario advertir, que en estos tiempos de incertidumbres varias y no pocos desapegos, hay que echar mano, en el menos obsceno de los sentidos, de don José Saramago, y su inteligente libro, Ensayo sobre la lucidez, donde nos cuenta que “es conveniente examinar las ideas del adversario a fin de descubrir lo que de ellas pueda resultar provechoso para las nuestras”. Frase, sin duda, muy curiosa, que me haría llegar a la remotísima conclusión de que el tipo de sujeto al que me he venido refiriendo ha leído el libro. Cosa que, como digo, me parecería llamativa, rarísima, estrambótica. O, sólo, demasiado infrecuente.
Aunque hoy día se sepa que en el mundo en general se enfrentan los extravagantes con sus sus vitales extravagancias: un humorista creyente en Moncloa, un comunista talibán, un cordobés que se cree catalán…y, en mi mundo particular, inexorablemente habite ese personaje que tiene como vicio y virtud la innata facilidad de arrimar el ascua a su sardina: siempre dispuesta, siempre a su disposición. Dando igual los caminos seguidos, los planteamientos utilizados, las metas alcanzadas: siempre habrá una brecha por él aprovechada. Con habilidad felina. Con suma destreza. Con no menos desparpajo. Habrá, no digo que no, quien no se dé ni cuenta. Pero estoy completamente seguro de que llegará el tiempo en que hasta el más satisfecho y conformista de los homínidos va a terminar hasta la azotea de tantísimo jeta.
Condiciones de vida: “la realidad y la facticidad quieren, por tanto, sernos despachados como fatalidad y como destino contra los que sería temeridad y locura tratar de sustraerse o sublevarse. Las hoscas y cerradas amonestaciones sobre la testarudez de los hechos, la irreversibilidad de los procesos, lo inconmovible de la realidad, reiterativos hasta lo fastidioso, se me van antojando cada vez más sospechosos de constituir realmente, bajo el siempre tan prestigioso barnizado de la racionalidad y la objetividad, el caballo de Troya con que la fuerza y el poder intentan expugnar los últimos reductos de la ciudadela del espíritu” Rafael Sánchez Ferlosio.
Que cada cual es un singularísimo hijo de su madre y hasta de su padre es algo que no se discute por obvio y porque no conviene faltar al respeto, o no más de lo necesario, a la inteligencia del personal: que existe, aunque al igual que toda criatura celeste no pueda contemplarse simplemente con los ojos; y, en algún caso particular, ni esté ni se la espere.
El individuo, habiendo tantos, al que hoy en particular y felizmente quiero referirme no tiene una denominación, apodo o distintivo por el que se le diferencie de tantos otros. Ahora bien, no les quepa la menor duda de que, una vez entren en contacto con él, sabrán clasificarlo sin ninguna dificultad a partir de ese mismo momento. Como le pasó a don Francisco de Quevedo, quien, estando plácidamente defecando en una orilla del camino, vio que se acercaban dos hermanas religiosas, y, al contemplar semejante espectáculo, exclamó una de ellas: ¡Qué vedo!; y el escritor, nada sofocado, apostrofó: ¡Carajo!, ¡Hasta por el culo me conocen!, como dejó rigurosamente escrito Guillermo Cabrera Infante, otro ilustre plumífero, ya desaparecido.
Aparentemente, como decía, este ser pleno parece una persona normal. Esto es: respira, come, camina, conversa y, en ocasiones, incluso piensa. Pero no se dejen engañar. Esto, es sólo apariencia. Quiero decir, claro, que él aparenta mucho más de lo que cualquier otra persona viene aparentando en su vida, que no es, precisamente, poco.
Como ustedes comprenderán no pretendo asustar, causar pánico, temor y ni tan siquiera una leve inquietud en su normalmente imperturbable estado de ánimo. Sólo quiero avisar. Porque me considero un buen ciudadano. Incluso una buena persona. Consciente, por tanto, de mis numerosos derechos y de mis escasísimas obligaciones. O sea, en pleno uso y abuso de todas mis facultades.
Este sujeto del que he venido hablando hasta ahora, y al que aún no hemos puesto nombre, no es, desde luego, un paria. Este hombre o mujer, esta personilla, este engendro de la naturaleza, este ser humano, en fin, lo que es, o que baje Dios y lo llame, es un verdadero sinvergüenza. Pues a decir de algunos a las personas les ocurre lo mismo que a las cosas: hasta que no tienen nombre, no existen.
Tiene por vieja costumbre el inverecundo elemento participar en todas las conversaciones habidas y por haber que se dan en su entorno, incluso en aquellas a las que no ha sido llamado, o sobre todo en éstas, que a veces son las que más le interesan. Escucha el devenir de las mismas como si le fuera la vida en ello, como si con cada palabra fuese desapareciendo el hambre que arrastra con más gloria que pena por esta vida tan poco literaria. Y una vez finalizada, digerida y reposada la amistosa conferencia llega a la sabia conclusión de que lo dicho en ella no le conviene en absoluto. Que así no va a sacarle provecho. Que discrepa del fondo, dicho con genuina delicadeza.
En la época pretérita de todo hombre y mujer español, cuando convivían felices en los patios de las escuelas, las mujeres querían encontrar a un buen muchacho, y los hombres a una buena muchacha, es decir, que lo fuese y a ser posible que lo estuviese, había un aserto casi científico y desde luego irrefutable que rezaba algo así como Ajo y Agua, apocope de lo que todos ustedes ya saben, y que omito por lo indecoroso del término y lo muy decoroso que, por el contrario, me considero.
O sea, que cuando se llegaba a una conclusión, aunque ésta no fuera precisamente la más lúcida, la mejor o la más deseable, se daba por buena. Pues se había llegado a la misma por consenso. Casi nunca de un modo unánime, vale; pero sí podemos afirmar que era genéricamente aceptada. Con todos sus defectos y sus bellas virtudes, como las mujeres; o incluso como la democracia y el capitalismo, que puede que no sean los mejores sistemas, pero sí los menos malos.
Por todo esto creo necesario advertir, que en estos tiempos de incertidumbres varias y no pocos desapegos, hay que echar mano, en el menos obsceno de los sentidos, de don José Saramago, y su inteligente libro, Ensayo sobre la lucidez, donde nos cuenta que “es conveniente examinar las ideas del adversario a fin de descubrir lo que de ellas pueda resultar provechoso para las nuestras”. Frase, sin duda, muy curiosa, que me haría llegar a la remotísima conclusión de que el tipo de sujeto al que me he venido refiriendo ha leído el libro. Cosa que, como digo, me parecería llamativa, rarísima, estrambótica. O, sólo, demasiado infrecuente.
Aunque hoy día se sepa que en el mundo en general se enfrentan los extravagantes con sus sus vitales extravagancias: un humorista creyente en Moncloa, un comunista talibán, un cordobés que se cree catalán…y, en mi mundo particular, inexorablemente habite ese personaje que tiene como vicio y virtud la innata facilidad de arrimar el ascua a su sardina: siempre dispuesta, siempre a su disposición. Dando igual los caminos seguidos, los planteamientos utilizados, las metas alcanzadas: siempre habrá una brecha por él aprovechada. Con habilidad felina. Con suma destreza. Con no menos desparpajo. Habrá, no digo que no, quien no se dé ni cuenta. Pero estoy completamente seguro de que llegará el tiempo en que hasta el más satisfecho y conformista de los homínidos va a terminar hasta la azotea de tantísimo jeta.
Condiciones de vida: “la realidad y la facticidad quieren, por tanto, sernos despachados como fatalidad y como destino contra los que sería temeridad y locura tratar de sustraerse o sublevarse. Las hoscas y cerradas amonestaciones sobre la testarudez de los hechos, la irreversibilidad de los procesos, lo inconmovible de la realidad, reiterativos hasta lo fastidioso, se me van antojando cada vez más sospechosos de constituir realmente, bajo el siempre tan prestigioso barnizado de la racionalidad y la objetividad, el caballo de Troya con que la fuerza y el poder intentan expugnar los últimos reductos de la ciudadela del espíritu” Rafael Sánchez Ferlosio.
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