Runrún
Sentirse incomprendido, desatendido e ignorado por los demás y, uno mismo, impotente ante la irrisoria magnitud de presuntos problemas determinados resta, disminuye, rebaja nuestra propia capacidad, alborotando, de un modo sensible o abrupto, la ya de por sí inexacta y falible percepción que tenemos de nosotros mismos. Y esto no es baladí, claro. Dado que vemos con nuestros propios ojos, válgame el pleonasmo de perogrullo, que estemos afectados o dañados por algún tipo de anomalía psíquica de mayor o menor importancia, influye, apodícticamente, en el devenir de los acontecimientos, pues en su afrontamiento o enfrentamiento, nos veremos mermados en ídeas, en frescura, y, en la motivación de las resoluciones adoptadas, habiendo entendido el problema de un modo parcial y probablemente equivocado, viciado de origen, utilizaremos, en consecuencia, medios y modos erróneos o prácticamente fútiles para lograr, a veces dolorosamente, el cumplimiento de nuestras mejores expectativas.
Aunque hay que decir que, ver y entender, no nos engañemos, se ve y se entiende con los ojos y el entendimiento de los demás: no menos falibles, ni más exactos que nuestros propios atributos, seriamente trastocados ante inevitables e inagotables imprevistos.
La opinión de los demás no sólo nos influye, negativa o afirmativamente, sino que necesitamos de ella para vivir y sobrevivir con cierta y digna holgura. Llevándonos esta situación, a veces, a una indeseable situación de dependencia del pensamiento ajeno, aunque éste sea pobre, estéril, pueril, ingenuo, bobalicón o, simplemente, no tenga visos lógicos de sostenimiento o consistencia alguna.
El problema, tal vez indigno de esa denominación, aflora cuando se hace evidente, palmaria, perspicua y, por supuesto, incómoda la falta de coincidencia de nuestro ser, de nuestro pensamiento, con el ser y el pensamiento de los demás, que juzgamos, pobrecitos, más elevado y perfecto y noble. En ese momento, preciso y cruel, saltarán nuestras alarmas internas, tan profundas y que creíamos tan inútiles por albergar esa esperanza de sostener que estamos resguardados de toda influencia externa, llevándonos las mismas, casi inconscientemente, y ya emergidos de nuestras profundidades, a un complejo procedimiento de mudanza mental, ideológica y pragmática, y haciéndonos confraternizar e identificarnos con ese ser ajeno y distante y, a veces, indeseado, sin importarnos que, necesariamente, por no tratarse de nuestra particular persona, precisamente convenga aplicar al otro una reflexión y tratamiento ajenos, distantes y distintos a los utilizados con y para nosotros mismos.
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