Runrún

Aunque hay que decir que, ver y entender, no nos engañemos, se ve y se entiende con los ojos y el entendimiento de los demás: no menos falibles, ni más exactos que nuestros propios atributos, seriamente trastocados ante inevitables e inagotables imprevistos.
La opinión de los demás no sólo nos influye, negativa o afirmativamente, sino que necesitamos de ella para vivir y sobrevivir con cierta y digna holgura. Llevándonos esta situación, a veces, a una indeseable situación de dependencia del pensamiento ajeno, aunque éste sea pobre, estéril, pueril, ingenuo, bobalicón o, simplemente, no tenga visos lógicos de sostenimiento o consistencia alguna.
El problema, tal vez indigno de esa denominación, aflora cuando se hace evidente, palmaria, perspicua y, por supuesto, incómoda la falta de coincidencia de nuestro ser, de nuestro pensamiento, con el ser y el pensamiento de los demás, que juzgamos, pobrecitos, más elevado y perfecto y noble. En ese momento, preciso y cruel, saltarán nuestras alarmas internas, tan profundas y que creíamos tan inútiles por albergar esa esperanza de sostener que estamos resguardados de toda influencia externa, llevándonos las mismas, casi inconscientemente, y ya emergidos de nuestras profundidades, a un complejo procedimiento de mudanza mental, ideológica y pragmática, y haciéndonos confraternizar e identificarnos con ese ser ajeno y distante y, a veces, indeseado, sin importarnos que, necesariamente, por no tratarse de nuestra particular persona, precisamente convenga aplicar al otro una reflexión y tratamiento ajenos, distantes y distintos a los utilizados con y para nosotros mismos.
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