Tiempo sin tiempo
Día frío, lluvioso, plúmbeo, envuelto en esa especie de atmósfera londinense con la que el celuloide nos viene presentando al Támesis y a su asesino más famoso de todos los tiempos largos, nocturnos, melancólicos. En León, se puede decir bien alto, no ha hecho un día precisamente agradable. Me disgusta, pero no saben hasta qué punto, hablarles del tiempo. Sabiendo que es discurso socorrido del personal cuando no sabe de qué hablar. Y conociendo a su vez, porque en esta vida, más tarde o más temprano, todo se termina conociendo, que no socorre sino que destapa: las carencias locuaces de diversos lenguaraces. Pero qué se le va a hacer, oigan. Me encuentro con unos minutos disponibles al final del día, y esto, sinceramente, es lo que hay. Después de haber escuchado muy de mañanita, cuando la brisa húmeda y fresca aún se colaba por los resquicios de la ventanita, a Barbeito, pedir, rogar, impetrar a la clase política española unidad, comunión, fuerza para que no se nos cayese a y entre todos la maltrecha medianía. Es la vieja España de Machado, la de las dos mitades, y el corazón helado. Y pasan las horas mustias, como jardín sin flor, y el circo marchito carente de alegría. Ya declinando la tarde, la claridad, y la vida de un viejo día, oigo a Camacho, Ignacio, el de Marchena, suplicar a ese pillo leonés, afincado en Moncloa, que se deje ya de tanto rezo, que se deje ya de tanto llanto, porque, sino se pone manos a la obra, el entuerto provocado, no lo va a desfacer ni el tato. Aviados, vamos.
Esto es todo amigos: tengan y pasen buenas noches. Y, mañana, nos vemos otro rato.
Esto es todo amigos: tengan y pasen buenas noches. Y, mañana, nos vemos otro rato.
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