Veo, veo
El enorme éxito sin parangón conocido en que se ha venido basando la belleza clásica reside, sin duda alguna, en la intensidad y nobleza que transmite una mujer con su mirada. De esta se desprende fuerza y pasión, o la advertencia obscena y palmaria de estar ante una naturaleza quebradiza, lábil, bastante apocada. El fulgor y atrevimiento de algunas, aun pudiendo tildarse de insensatas, han inspirado páginas de una riqueza lírica notable. No obstante, y dejando la literatura aparte, contemplar en vivo y en directo esa apertura íntima, privada, o ciertamente recogida de los abismos del alma femenina, supone colmarse de un regocijo excitante, dichoso, tal vez ilusionante. Basado, seguramente, en saberse elegido por la arbitrariedad manifiesta del capricho de Venus. Si las palabras son manifestación verbal de un pensamiento doloso, rigurosamente limitado a lo que se quiere exteriorizar o compartir, el sentido, significado o fondo que evoca la expresión de los ojos, seguramente, no está plenamente sujeto a la conciencia con la que uno quiere imprimir su particular tono o matiz, cual pincelada maestra, genuina e inimitable de un carácter que creemos, erróneamente, único e irrepetible. Por eso la mirada, los detalles, esas pequeñas cosas que se escapan del control inmediato de nuestros sentidos, nos delatan, y describen, y terminan definiéndonos. Benditos, pues, todos sean.
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