Un decir
Es lugar común afirmar que se
trabaja para vivir. Y que debe ser mala cosa vivir para trabajar. Lo suscribo.
Trabajar es sentirse útil: a la sociedad, a la familia, a los amigos, al entorno
inmediato que comparte con uno la oficina o el agradable o desagradable centro
de trabajo en el que se tenga la dicha, mayúscula en los tiempos que corren, de
desempeñar la labor a diario. Pero, sobre todo, es sentirse útil a uno mismo.
Es desolador, terriblemente desolador, no tener trabajo, ni posibilidades de
encontrarlo. La gente que con pereza y malas caras se levanta cada mañana al
rugir el despertador, debería tener muy presente lo afortunados que son. Deberían
agradecer cada día que tienen que madrugar, aguantar al compañero pelmazo, y
callar ante los desajustes hormonales o neuronales del jefe o la jefa de turno.
Deberían sentirse dichosos, afortunados, plenamente felices. Sin paliativos.
Sin adjetivos que maticen la tonalidad del discurso. Pues fuera, permítaseme la
recurrente metáfora, hace mucho frío. Sin duda. Da pena, y pavor, ver a la
gente desesperanzada. Observar semblantes de sufrimiento en personas que no
pueden aportar recursos económicos al nido familiar, que no pueden seguir
manteniendo no ya el nivel de vida del que venían disfrutando, sino, ni tan siquiera,
sostenerse con una dignidad que aun relativa les permitiese mirar de frente al
resto de convecinos como a iguales. ¿Igualdad? Ya es sólo un término
filosófico. Hay que reseñar que la ley, siempre tan pomposa, se llena, cuando
no se hincha, con palabras de grandes significados que, debido a la
imposibilidad de llevarlas a la práctica, terminan formando parte de frases
huecas, pasando a ser, pues, papel mojado, un brindis al sol, o cualquier otro
sintagma más o menos literario que se les ocurra y tenga un significado próximo
y pertinente. ¿De qué sirven la igualdad, la justicia o la solidaridad?
Carentes de contenido efectivo, es evidente que no son más que palabras. Y
palabras terribles. Porque lo que las ha hecho grandes, dignas de mención en
las bocas más nobles y de presencia en los textos más egregios, ha sido que más
allá de su significado tenían, a efectos prácticos, un contenido concreto, por
todos más o menos conocido, y que, además, podían reclamarse ante diversas
instancias. Pero ahora, ¿qué es lo que ocurre? ¿Asistimos a la muerte de los
derechos en el manido Estado de Derecho? ¿A la obscena indefensión del
ciudadano, solo tenido en cuenta a efectos tributarios o electorales? ¿Qué hay
por encima de las personas? ¿Los Partidos Políticos?¿El país en el que hemos
nacido?¿Las ideas o principios siempre sublimes por los que a lo largo de los
siglos se ha asesinado, torturado, impuesto o, en fin, cometido las vilezas más
abyectas de la Historia?
Un sistema ha de servir al ciudadano. Exclusivamente. Someterse a sus
necesidades más apremiantes. Un sistema, ha de ser el instrumento por el que el
hombre civilizado y racional alcance la cúspide de su desarrollo económico,
social, cultural, emocional, simplemente humano. De nada sirven siglos de
Historia, de luchas y guerras, de copiosa sangre derramada por la consecución
de una vida mejor, más humana y cabal, si al primer traspié se da la espalda a
quien ha hecho todo esto posible. Y el sistema, nuestro sistema, tal y como lo
conocemos, no lo ha hecho posible una
política económica determinada, intervencionista o liberal. Gran soberbia la de
los economistas, siempre dispuestos a explicar el mundo desde sus propios
ombligos, como si no existiese vida más allá de ellos, como si todo lo
controlasen, como si su óptica o punto de vista fuese un dogma irrefutable, como
si nada cayese fuera de su radio de acción, como si nada en la vida de las
personas se escapase a su diabólico influjo. Que equivocados están. No todo en
la vida tiene una explicación científica o académica. Esta, claro, ha surgido
porque a los ojos de la
Historia tienen que justificar su existencia, y nada mejor
para eso que atribuirse una importancia en el devenir de los acontecimientos
que, siendo mínimamente realistas, no es tal. El sistema lo ha hecho posible el
hombre, el ciudadano, sí, el contribuyente, pero sobre todo, lo han hecho
posible las personas. Con independencia de su raza, sexo, religión. Sin
importar su belleza, su calidad humana, su inteligencia, o incluso el tamaño de
su cuente corriente. Somos piezas de una maquinaria antigua y sofisticada, pero
piezas fundamentales, sin cuya presencia probablemente su funcionamiento sería
inviable. Señores políticos, banqueros, poderosos empresarios,
¿librepensadores?, insignes académicos y profesionales cualificados todos. No
den la espalda a sus iguales. Las personas no somos solo palabras.
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