Mis adorables clases de gimnasia.
Buenos días a todos, ayer, como era de prever, no pude escribir, ya sabéis, nadie va a la romería sin que se acuerde al siguiente día, o algo así, el caso es que las romerías del siglo XXI las carga el diablo, eso sí, vestido de tanga y en vaso ancho. Todavía en estado de trance tras acabar de escuchar el pasodoble que le han dedicado en mi ciudad, León, al alcalde, hoy quería hacer un ejercicio de memoria de mis años mozos concerniente a cómo vivía yo las clases de gimnasia en el colegio, o perdón, de educación física, como a mi amigo Alejandro gusta de corregirme cada vez que intencionadamente menciono las clases que en tan alta estima tenía y corresponden a su especialización.
Cuando era mas joven y tenía el cuerpo terso y sedoso como el de una sílfide…bueno, no vamos a exagerar. Nunca tuve un cuerpo Danone de deportista, casi siempre he tenido arruguillas en la zona correspondiente a la barriga, y en el momento actual, no se si por algún efecto taumatúrgico que se escapa a mi percepción, esas arruguillas se han hinchado formando una sola mas grande y abultada. El caso es que de joven, a pesar de las imperfecciones de mi cuerpo –mínimas, minúsculas, casi imperceptibles- me gustaba el fútbol –me sigue gustando, aunque ahora lo prefiero con fatatas-, lo que pasa, es que además de michelinillos tenía bastante culo, lo que hacía que a pesar de tener, relativamente, bastante técnica –modestia a parte, no se me daban mal esas cosas del regate- me cansase mas rápido, me alcanzase el rival que instantes antes había regateado y en fin, que no pudiese emular a Oliver Aton y su tiro con efecto centrífugo. Con lo que pronto cambiarían mis preferencias, pero bueno, vamos a centrarnos en las clases de Educación Física (en delante de gimnasia aunque no sea lo correcto).
Yo odiaba las clases de gimnasia, lo digo en serio, con el corazón en la mano y todo el compungimiento que me provoca recordar aquellas escenas. Encima, en mi clase eran magníficos. Todos formaban parte de algún equipo de baloncesto o de fútbol, con lo que además de dárseles genial todos los deportes, tenían una condición física excelente, lo que los hacía para mi, inalcanzables. Mi padre, como era músico, optó por mandarme al conservatorio primero y, posteriormente, a clases particulares de acordeón y solfeo, con lo que en vez de ejercitar mis músculos, ejercitaba mis dedos. Ahora mismo se lo agradezco profundamente, pues el asunto me ha reportado beneficios económicos, un trabajo que puedo compatibilizar con los estudios y, en cierta medida, un refugio en el que guarecerme cuando las cosas han salido mal o no todo lo bien que hubiera querido. La música ha sido mi consuelo, ¿que iban mal los estudios? ahí estaba la música; ¿que me enamoraba perdidamente de una señorita que le resbalaban mis agasajos aunque pusiese pucheros? –por cierto, un consejillo, no tratéis de ligar dando pena, ya lo he probado y no funciona- ahí estaba la música; ¿que me sentía incomprendido, marginado y separado de mi grupo de amigos de turno? ahí tenía la música. Podría seguir agradeciendo lo que me ha dado la música el resto del post y de mi vida, pero me alejaría del asunto que hoy me trae hasta aquí. Me voy a referir a la época en la que estudiaba en el colegio, mas tarde, en el instituto, ya me pesaba un poco menos el culo.
Una de las cosas que mas odiaba, que mas pavor me provocaba, que mas atormentaba mi sosegada conciencia, era tener gimnasia a primera hora de la mañana. Yo me considero una persona de difícil despertar, uno no es persona hasta las doce del mediodía –en el mejor de los casos- con lo que imaginaros, entre mi deseado cuerpo y la caraja con la que llegaba, el transcurrir de la clase era un verdadero desastre, una pesadilla lacerante, una piedra en el ZaPato –ligero guiño de corte político-…ya sabéis, un horror.
Lo primero que nos mandaban era correr alrededor del patio. Imaginaros, con mi difícil despertar, mi cuerpo necesita un tiempo para reposar el desayuno, y comenzar el día de esta forma, creerme, no es lo más aconsejable. Pero bueno, esto no eran más que trámites, estiramientos, ejercicios físicos de distinta intensidad…el problema llegaba cuando venían las pruebas físicas, los exámenes de gimnasia. Aquí se descubría el pastel.
Odiaba estas clases, es curioso, suelen ser las clases preferidas de los jóvenes, no se estudia, desconectan de otras asignaturas de mas enjundia intelectual, realizan actividades en grupo…pero para mi eran un caos. En las pruebas era el último de la clase, hasta las chicas me ganaban -que digo me ganaban, me pulían- pero no solo era por eso, si no porque daba una imagen lamentable, torpe, penosa…
Mi prueba más temida eran los 50 metros. Cuanto más me esforzaba, peores resultados obtenía. Me concentraba, hacía el calentamiento correspondiente y cuando Mari tocaba el pito –no lo mal interpretéis- salía con todas mis fuerzas. No sé si porque nunca supe correr, mis resultados en estas pruebas siempre fueron nefastos. Ponía tanto empeño en tratar de superarme, que mi cara se descomponía, se desfiguraba, adoptaba una postura tremendamente forzada, como la de una persona que lleva días sin evacuar y sufre tormentosamente cuando por fin planta el pino –no me hagáis parafrasear aquella canción de Juampa relacionada con el asunto-. Pero lo más penoso de todo, era que tenía en la meta –además de Mari con el pito en la boca- a todos mis compañeros, que sabían lo que sufría en estas pruebas. Así pues, todos me arengaban, me daban ánimos, pero nada, esfuerzo fútil. Terminaba el recorrido extenuado, al límite de mis fuerzas, con un 5 raspado en el mejor de los casos.
No voy a mencionar una por una todas las pruebas, porque se os haría tedioso y tremendamente pesado. Solo deciros que en el balón medicinal, las chicas también lo lanzaban más lejos que yo. En la comba, solía tropezarme. En los malabares, se me iban las pelotas de las manos –como ahora- . En el pino, tuve verdadero pánico, era incapaz de ponerme al revés y tan sólo me salió el día del examen. En fin, tormento tras tormento. Menos mal que con el pasar de los años aquellas clases de gimnasia quedan en el olvido.
Esto va a ser todo por hoy, lo sé, éste post si que ha sido pesado y, encima he tirado tantas piedras encima de mi tejado que seguro que tengo goteras, menuda faena en tiempos de lluvia.
Cuando era mas joven y tenía el cuerpo terso y sedoso como el de una sílfide…bueno, no vamos a exagerar. Nunca tuve un cuerpo Danone de deportista, casi siempre he tenido arruguillas en la zona correspondiente a la barriga, y en el momento actual, no se si por algún efecto taumatúrgico que se escapa a mi percepción, esas arruguillas se han hinchado formando una sola mas grande y abultada. El caso es que de joven, a pesar de las imperfecciones de mi cuerpo –mínimas, minúsculas, casi imperceptibles- me gustaba el fútbol –me sigue gustando, aunque ahora lo prefiero con fatatas-, lo que pasa, es que además de michelinillos tenía bastante culo, lo que hacía que a pesar de tener, relativamente, bastante técnica –modestia a parte, no se me daban mal esas cosas del regate- me cansase mas rápido, me alcanzase el rival que instantes antes había regateado y en fin, que no pudiese emular a Oliver Aton y su tiro con efecto centrífugo. Con lo que pronto cambiarían mis preferencias, pero bueno, vamos a centrarnos en las clases de Educación Física (en delante de gimnasia aunque no sea lo correcto).
Yo odiaba las clases de gimnasia, lo digo en serio, con el corazón en la mano y todo el compungimiento que me provoca recordar aquellas escenas. Encima, en mi clase eran magníficos. Todos formaban parte de algún equipo de baloncesto o de fútbol, con lo que además de dárseles genial todos los deportes, tenían una condición física excelente, lo que los hacía para mi, inalcanzables. Mi padre, como era músico, optó por mandarme al conservatorio primero y, posteriormente, a clases particulares de acordeón y solfeo, con lo que en vez de ejercitar mis músculos, ejercitaba mis dedos. Ahora mismo se lo agradezco profundamente, pues el asunto me ha reportado beneficios económicos, un trabajo que puedo compatibilizar con los estudios y, en cierta medida, un refugio en el que guarecerme cuando las cosas han salido mal o no todo lo bien que hubiera querido. La música ha sido mi consuelo, ¿que iban mal los estudios? ahí estaba la música; ¿que me enamoraba perdidamente de una señorita que le resbalaban mis agasajos aunque pusiese pucheros? –por cierto, un consejillo, no tratéis de ligar dando pena, ya lo he probado y no funciona- ahí estaba la música; ¿que me sentía incomprendido, marginado y separado de mi grupo de amigos de turno? ahí tenía la música. Podría seguir agradeciendo lo que me ha dado la música el resto del post y de mi vida, pero me alejaría del asunto que hoy me trae hasta aquí. Me voy a referir a la época en la que estudiaba en el colegio, mas tarde, en el instituto, ya me pesaba un poco menos el culo.
Una de las cosas que mas odiaba, que mas pavor me provocaba, que mas atormentaba mi sosegada conciencia, era tener gimnasia a primera hora de la mañana. Yo me considero una persona de difícil despertar, uno no es persona hasta las doce del mediodía –en el mejor de los casos- con lo que imaginaros, entre mi deseado cuerpo y la caraja con la que llegaba, el transcurrir de la clase era un verdadero desastre, una pesadilla lacerante, una piedra en el ZaPato –ligero guiño de corte político-…ya sabéis, un horror.
Lo primero que nos mandaban era correr alrededor del patio. Imaginaros, con mi difícil despertar, mi cuerpo necesita un tiempo para reposar el desayuno, y comenzar el día de esta forma, creerme, no es lo más aconsejable. Pero bueno, esto no eran más que trámites, estiramientos, ejercicios físicos de distinta intensidad…el problema llegaba cuando venían las pruebas físicas, los exámenes de gimnasia. Aquí se descubría el pastel.
Odiaba estas clases, es curioso, suelen ser las clases preferidas de los jóvenes, no se estudia, desconectan de otras asignaturas de mas enjundia intelectual, realizan actividades en grupo…pero para mi eran un caos. En las pruebas era el último de la clase, hasta las chicas me ganaban -que digo me ganaban, me pulían- pero no solo era por eso, si no porque daba una imagen lamentable, torpe, penosa…
Mi prueba más temida eran los 50 metros. Cuanto más me esforzaba, peores resultados obtenía. Me concentraba, hacía el calentamiento correspondiente y cuando Mari tocaba el pito –no lo mal interpretéis- salía con todas mis fuerzas. No sé si porque nunca supe correr, mis resultados en estas pruebas siempre fueron nefastos. Ponía tanto empeño en tratar de superarme, que mi cara se descomponía, se desfiguraba, adoptaba una postura tremendamente forzada, como la de una persona que lleva días sin evacuar y sufre tormentosamente cuando por fin planta el pino –no me hagáis parafrasear aquella canción de Juampa relacionada con el asunto-. Pero lo más penoso de todo, era que tenía en la meta –además de Mari con el pito en la boca- a todos mis compañeros, que sabían lo que sufría en estas pruebas. Así pues, todos me arengaban, me daban ánimos, pero nada, esfuerzo fútil. Terminaba el recorrido extenuado, al límite de mis fuerzas, con un 5 raspado en el mejor de los casos.
No voy a mencionar una por una todas las pruebas, porque se os haría tedioso y tremendamente pesado. Solo deciros que en el balón medicinal, las chicas también lo lanzaban más lejos que yo. En la comba, solía tropezarme. En los malabares, se me iban las pelotas de las manos –como ahora- . En el pino, tuve verdadero pánico, era incapaz de ponerme al revés y tan sólo me salió el día del examen. En fin, tormento tras tormento. Menos mal que con el pasar de los años aquellas clases de gimnasia quedan en el olvido.
Esto va a ser todo por hoy, lo sé, éste post si que ha sido pesado y, encima he tirado tantas piedras encima de mi tejado que seguro que tengo goteras, menuda faena en tiempos de lluvia.
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