La llamada.
Buenas a tod@s, estos días no he podido estar con vosotros por motivos recuperatorios de la timba del Sábado. Pero bueno, parece ser que el cuerpo, la mente y, lo que rodea a ambos, vuelve a su cauce normal. Yo no sé el tiempo de recuperación medio que tienen el resto de las personas, pero yo, cuando salgo de timba, tardo un par de días en volver a expresar cierta mesura en la exteriorización de mis delirios internos. Este fin de semana hay posibilidades de que vayamos de fiesta a Ponferrada, uno de mis amigos estrena coche y lo mismo hay que hacerle rodaje técnico-logístico, el primero correspondería en el lenguaje al uso, al que es necesario para que un coche no cree problemas con posterioridad a su compra y vaya “sobre ruedas” no literalmente, sino en sentido figurado, ya sabéis; el segundo, podría hacer referencia al número de bragas que van a entrar y salir del mismo a lo largo de su vida, cuyas estimaciones oníricas en promedio, a priori, son altamente optimistas.
La idea de fondo del post de hoy me venía rondando hace unos cuantos días, a pesar de que acaeció hace unos cuantos años. Creo que para todo aquel que muestra un mínimo de cultura, inquietud intelectual o simplemente, disfruta con cada libro que devora al caer en sus manos, hay una primera vez –como para todo en ésta vida- si, una primera vez en la que sintió la llamada. Antaño, las novicias que dedicarían su vida a la contemplación, el rezo y, la adoración al Señor, nos explicaban a los desvergonzados alumnos que les preguntábamos como diantre habían decidido meterse a monjas, que lo habían decidido por vocación, devoción y, lo mas importante, porque habían recibido la llamada. Pobre de mi –pensaba yo-, yo no quiero recibir la llamada, no quiero ser cura, no quiero dar misa, no quiero no salir de fiesta, no quiero atiborrarme a vino de supermercado el resto de mis días, no quiero no mirar a las mujeres con ojos de salido, no quiero ser la comidilla de los pueblos por mi visita a los lupanares en que con dignidad y oficio, trataría de redimir y encauzar a las meretrices, que cuan ovejas descarriadas, ofrecen sus cuerpos sedosos y brillantes a la satisfacción de los pecados veniales de los lugareños. Quiero pues, todo lo contrario a lo que no quiero. Pero volvamos al hilo del asunto que me lío…la llamada, si, la llamada de la cultura. ¿Quién me lo iba a decir a mi? chico de barrio de oficio y beneficio, cuyas tardes aprovechaba desaprovechadamente, sentado en los escalones de los exiguos portales de mi distinguido barrio, llamando a los timbres, jugando a las chapas en la carretera con mis pantaloncitos cortos y la consiguiente roña incrustada en mis rodillas, con mi bocata de Nocilla despertador de felonía canina, que, un buen día caería en mis manos un libro, placer verdadero, orgasmo oculto, onanismo intelectual, placer prohibido -como el de las adolescentes que en el anuncio se pegan un atracón de chocolate, visión fugaz de los atracones de distinta índole que años mas tarde se pegarán- pero no un libro mas, sino el que me impulsaría a despertar mi vicio, mi hambruna, mi carpanta intelectual latente.
Cuando era pequeñito…no, voy a empezar un poco mas tarde que si no esto se hace largo, cuando ya no era tan pequeñito, vamos que mis incipientes zonas pilosas empezaban a estar bellamente vellas, leía comics, bueno, no era gran cosa, pero me desternillaba leyendo y releyendo a Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, Superlopez…lo se, no son ejemplos cultos, refinados y exquisitos de lecturas, pero fueron la simiente de que hoy por hoy –sin ánimo de parafrasear el programa de Carlos Francino- lea todos los días la columna de Umbral. Habrá casos de todo tipo en la viña del Señor, pero a mi no me hacían leer mis padres El Quijote -como conozco ejemplos-, ni leer periódicos, ni nada culturalmente parecido, fue ya cuando mi cabeza se empezó a amueblar -como diría mi antigua profesora de literatura- cuando de motu proprio me dio por coger esos objetos sin identificar, llamados libros, que pensaba que servían para adornar el salón y, vi, miré y, posteriormente, leí, lo que en ellos había. Maravilla oculta, placer inefable, inercia disoluta.
El libro era “En busca de la edad de oro” del periodista y escritor Javier sierra. Libro clasificado dentro de lo que la pseudocrítica literaria llama esoterismo, distinto a exoterismo pues. El libro nos muestra a lo largo de sus páginas, un recorrido por Egipto, Francia y, otros paraísos arqueológicos, que sumergen al lector en un mundo aunque evidente, desconocido para él. Este libro nos relata distintos misterios sin resolver relacionados con la construcción de las pirámides de Gizeh, la esfinge, la disposición de las catedrales francesas emulando en la tierra a imagen y semejanza la constelación de Virgo en el cielo, el mapa de Piri Reis que nos muestra un mapa “moderno” pero que en él se muestra la tierra antes de que se congelasen los polos ¿quién hizo el mapa, que conocimientos cartográficos tenía…? En fin, una retahíla de misterios que enganchan y atrapan al lector y, lo sumergen en un mundo misterioso, que por contra a las novelas de ficción que pululan y se avizoran en los anaqueles de las librerías, es el nuestro. Todo ello perfectamente narrado, en su prosa distendida y meliflua, que hacen de éste escritor un gran novelista, a parte de un gran ensayista, de todo punto recomendable, escuchéis lo que escuchéis sobre él de otros escritores frustrados económica o literariamente.
Un saludo a tod@s, mañana mas, no cambies de canas, cómo diría aquel adolescente de color de las orejas de soplillo.
La idea de fondo del post de hoy me venía rondando hace unos cuantos días, a pesar de que acaeció hace unos cuantos años. Creo que para todo aquel que muestra un mínimo de cultura, inquietud intelectual o simplemente, disfruta con cada libro que devora al caer en sus manos, hay una primera vez –como para todo en ésta vida- si, una primera vez en la que sintió la llamada. Antaño, las novicias que dedicarían su vida a la contemplación, el rezo y, la adoración al Señor, nos explicaban a los desvergonzados alumnos que les preguntábamos como diantre habían decidido meterse a monjas, que lo habían decidido por vocación, devoción y, lo mas importante, porque habían recibido la llamada. Pobre de mi –pensaba yo-, yo no quiero recibir la llamada, no quiero ser cura, no quiero dar misa, no quiero no salir de fiesta, no quiero atiborrarme a vino de supermercado el resto de mis días, no quiero no mirar a las mujeres con ojos de salido, no quiero ser la comidilla de los pueblos por mi visita a los lupanares en que con dignidad y oficio, trataría de redimir y encauzar a las meretrices, que cuan ovejas descarriadas, ofrecen sus cuerpos sedosos y brillantes a la satisfacción de los pecados veniales de los lugareños. Quiero pues, todo lo contrario a lo que no quiero. Pero volvamos al hilo del asunto que me lío…la llamada, si, la llamada de la cultura. ¿Quién me lo iba a decir a mi? chico de barrio de oficio y beneficio, cuyas tardes aprovechaba desaprovechadamente, sentado en los escalones de los exiguos portales de mi distinguido barrio, llamando a los timbres, jugando a las chapas en la carretera con mis pantaloncitos cortos y la consiguiente roña incrustada en mis rodillas, con mi bocata de Nocilla despertador de felonía canina, que, un buen día caería en mis manos un libro, placer verdadero, orgasmo oculto, onanismo intelectual, placer prohibido -como el de las adolescentes que en el anuncio se pegan un atracón de chocolate, visión fugaz de los atracones de distinta índole que años mas tarde se pegarán- pero no un libro mas, sino el que me impulsaría a despertar mi vicio, mi hambruna, mi carpanta intelectual latente.
Cuando era pequeñito…no, voy a empezar un poco mas tarde que si no esto se hace largo, cuando ya no era tan pequeñito, vamos que mis incipientes zonas pilosas empezaban a estar bellamente vellas, leía comics, bueno, no era gran cosa, pero me desternillaba leyendo y releyendo a Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, Superlopez…lo se, no son ejemplos cultos, refinados y exquisitos de lecturas, pero fueron la simiente de que hoy por hoy –sin ánimo de parafrasear el programa de Carlos Francino- lea todos los días la columna de Umbral. Habrá casos de todo tipo en la viña del Señor, pero a mi no me hacían leer mis padres El Quijote -como conozco ejemplos-, ni leer periódicos, ni nada culturalmente parecido, fue ya cuando mi cabeza se empezó a amueblar -como diría mi antigua profesora de literatura- cuando de motu proprio me dio por coger esos objetos sin identificar, llamados libros, que pensaba que servían para adornar el salón y, vi, miré y, posteriormente, leí, lo que en ellos había. Maravilla oculta, placer inefable, inercia disoluta.
El libro era “En busca de la edad de oro” del periodista y escritor Javier sierra. Libro clasificado dentro de lo que la pseudocrítica literaria llama esoterismo, distinto a exoterismo pues. El libro nos muestra a lo largo de sus páginas, un recorrido por Egipto, Francia y, otros paraísos arqueológicos, que sumergen al lector en un mundo aunque evidente, desconocido para él. Este libro nos relata distintos misterios sin resolver relacionados con la construcción de las pirámides de Gizeh, la esfinge, la disposición de las catedrales francesas emulando en la tierra a imagen y semejanza la constelación de Virgo en el cielo, el mapa de Piri Reis que nos muestra un mapa “moderno” pero que en él se muestra la tierra antes de que se congelasen los polos ¿quién hizo el mapa, que conocimientos cartográficos tenía…? En fin, una retahíla de misterios que enganchan y atrapan al lector y, lo sumergen en un mundo misterioso, que por contra a las novelas de ficción que pululan y se avizoran en los anaqueles de las librerías, es el nuestro. Todo ello perfectamente narrado, en su prosa distendida y meliflua, que hacen de éste escritor un gran novelista, a parte de un gran ensayista, de todo punto recomendable, escuchéis lo que escuchéis sobre él de otros escritores frustrados económica o literariamente.
Un saludo a tod@s, mañana mas, no cambies de canas, cómo diría aquel adolescente de color de las orejas de soplillo.
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