Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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Lugar: León, Spain

En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

17 octubre 2008

La narración de los pasos

Qué placer, tan poco frecuente, dar una vuelta por la ciudad cuando la mente empieza a sobrecargarse y el cuerpo pide aire fresco. Salir a la calle y mirarla como si se viese por primera vez, ejercicio mental, muy mío, ciertamente aconsejable si no se quiere morir de hastío, tedio o pesadez de alma, pues las hay bien gordas. Harto de observar desde la ventana, con la agudeza de un pajarillo, el quehacer diario del mecánico de debajo de mi casa: de lejos tan poco sociable, y, de cerca, tan poco asociado. Tras escuchar, durante todo el día, con el oído de un ser todo sensibilidad, martillear al vecino del quinto; pensar que tiene que ser para él muy duro levantarse a las 9 de la mañana, trabajar, persistente y molestamente, durante todo un cuarto de hora, luego, exhausto por el esfuerzo realizado, realizar un pequeño descanso de una hora y media, para, a continuación, seguir con la actividad sonora durante otro cuarto de hora, jurando lo dura y malévola que es la vida, sin realizar, siquiera, un leve esbozo mental, sobre lo que puede llegar a pensar algún vecino de ese golpeteo continuo, incesante y probablemente inútil. Salir, por tanto, de casa con esa sensación abstracta de no saber a qué puerto dirigir los pasos. Girar la esquina; fijarse en que el bar donde acuden los hombres a diario a realizar la charla de sobremesa está abarrotado, lleno de esa masculinidad que tanto critica el marujeo de sus señoras en las carnicerías, pescaderías u otros establecimientos igualmente nobles. De ahí, por supuesto, que en España haya mujeres que afirman, tal vez algo malpensadas, que el chalaneo tratado en esos locales de café, puro, copa y tan pocas señoras, hace irrisorio el inmoral comercio de habladurías que se da a diario en otros locales de lenocinio autorizado, en los que en esporádicas ocasiones, incluso se despacha pan, carne o pescado.

Continuar andando; respirar, ese aire tan puramente contaminado. Mirar al suelo, y observar que la gente ya no pierde el dinero en la calle, como antaño sí ocurría. La crisis, ya no tiene piedad ni siquiera con la gente que busca el dinero que pierden otros. Conocí en una ocasión, ya hace años, un hombre que vivía precisamente de eso. Lo que ya no aseguro es que siga viviendo. Mantenía a toda una familia; creo que era la suya. Como soy nacido y criado en tierra de cazurros, persisto en mi actitud de seguir paseando; los hay cabezotas, no me digan. Me encuentro con Fermín, que fue repartidor de butano cuando aún no peinaba canas. Le pregunto que qué tal la familia. Y me responde que ya no aguanta más a su mujer, que ha salido a dar una vuelta y que probablemente no dormirá en casa esta noche. Fermín, sin duda, es un hombre al que han abierto la puerta muchos hogares, pero dado su carácter arisco y valentón, y sobre todo dado que ya no es el butanero, dudo profundamente que continúen haciéndolo.

Salir de mi barrio es cosa fácil, pues no hay que hacer nada más que seguir andando. Consejo que ya de chico, de mozo, de niño bien, o sea, he seguido durante toda mi vida; díganme por lo menos, por lo menos, que se me puede tildar de pragmático. En consecuencia salí del barrio, claro. Me di cuenta en seguida de que hacía buena tarde. Pues escuché con frecuencia, en más de uno y de dos corros, que así se había quedado la misma. Pero estamos en Otoño, qué estación. Y aquí, en León, ya no se ve ni nuca, ni pierna, ni brazo, ni incipiente pecho. Visualmente, es hasta soso ver a las mujeres a la sombra de Lorenzo. En cambio, tengo un amigo enamorado de la forma producida en los vaqueros cuando los rellenan glúteos femeninos, que no le gusta nada la muestra al fresco. Es la materialización de esa perífrasis tan poética, y tan frustrante, en la que nunca se muestra todo aquello que se puede sugerir.

Dirigí mis pasos hacia el paseo Condesa Sagasta. Sí, suena como muy pomposo, muy rimbombante, e incluso tiene nombre de paseo largo, pero, en realidad, no da más que para cinco minutos a pie calzado. En la estación en que nos encontramos, además, el paseo está cubierto por la hojarasca que se desprende de la ingente cantidad de castaños pilongos que lo flanquea. Costando trabajo inefable discernir lo que es suelo de lo que en realidad se pisa. Y qué decir de las mujeres. Tres quesos, tan solo, y tan solos, hallé en todo el camino. Ahora bien, su cremosidad era grande, su blancura hacía sucia la nieve, su firmeza asemejaba las más grandes catedrales, eran, sin duda, quesos de tetilla andantes. Tengo por costumbre o por vicio mirar a los quesos fijamente, humedecerme los labios, mesarme el cabello, y ya, sólo en el caso de que todo lo anterior no funcione, acudir a Pessoa, el cual, extraordinariamente, aún tiene menos efecto. En cualquier caso, ya saben ustedes, lo importante en la vida es seguir andando.

Llegaron mis pasos, y con ellos el conjunto de mi persona, al Corte Inglés. Establecimiento bastante frecuentado. Me paré, cómo no, en la sección librería. Evitando a sus dependientas, tan guapas, tan monas, tan incultas; pero que, en cambio, huelen tan bien…Vi que el gran Zafón había parido muchos libros, no muy gordos ninguno de ellos; vi que la gente había devorado, casi literalmente, el estante donde se encontraban los libros del niño con traje de dormir más famoso del mundo; vi que tenían una nueva dependienta, pelirroja, metro setenta, rostro anguloso y proporcionado, ojos verdes, rasgados, de pestañas muy largas y mirada traviesa, la falda le quedaba estupendamente, insinuando un culito redondo, duro, nada inquieto, sus pechos eran como dos bollos…pero apenas me fije en ella, claro; vi que no tenían muchos libros de Francisco Umbral; vi a una joven buscar un libro como debería buscar a un hombre, y se fue con las manos vacías; vi a un hombre despistado buscando la sección de lencería femenina, no quise orientarle.

También me fui con las manos vacías. Afuera seguía haciendo una tarde maravillosa. Justo en frente del Corte Inglés, en un gran edificio, se ubica una residencia de la tercera edad. Cuando hace buen tiempo suelen sacar a los ancianos a pasear por los parques de la zona. Cuando me marchaba tenían ocupados cuatro bancos del paseo de gracia. Sólo hay cuatro. A pesar de que se hacía tarde, pude observar, de lejos, la renuencia de algunas mujeres jóvenes y guapas a pasar cerca de las ancianidades; como si la senectud mordiese, o lo intentase.

Enfilaba camino a casa. Pero León es un pañuelo chico, minúsculo. Saludé a Jorge Varela, un chico que nunca me ha caído demasiado bien, del barrio. No se distinguía con claridad si llevaba puesto el traje, los zapatos y la corbata o eran estos los que le llevaban puesto a él. No hablamos mucho. Saludos de rigor, y ese “ya nos tomaremos unas cañas en el barrio” tan castizo como improbable. Pasé junto al edificio de Correos. No vi luces en su interior. Supuse que sus funcionarios ya estaban de fin de semana; seguro que alguno lo empezó el lunes. Seguí mi ruta hacia el dulce hogar. Charlé un rato con Lorena, una amiga de una compañera de oposición que dará a luz tras las navidades. Será niña. Ella prefería niño, porque aseguraba que eran peor las mujeres; la dije que tenía mucha razón, y yo muchas razones para dársela. Y seguí mi camino.

Como ven, ya estoy en casa. Confieso que hoy era uno de esos días en que no tenía la más remota idea de qué contarles. Los periódicos, muy sosos. Mis recuerdos, demasiado espesos. Mi vida, la saben ustedes mejor que yo. Pero algo había que poner, digo yo.

Fundamentos de derecho literario: “Poco a poco, he ido viendo claro cuál es el defecto más general de nuestro tipo de formación y de educación: nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña… a soportar la soledad”. Friedrich Nietzsche. Buen fin de semana. Gracias por leerme.