Días felices, ¿no?
Si por algo se caracterizan estas tiernas fechas en que nos encontramos es por la poca o nula productividad que de las mismas se puede sacar en cualquier actividad desempeñada. He intentado concentrarme y estudiar todo lo posible durante toda esta semana, pero ha sido cosa en balde. Entre asistir a la tradicional función de navidad de uno de mis sobrinos, ir a comprar los preceptivos regalos y otras preparaciones que se desgajan en el espacio y en el tiempo de los que uno dispone, se me han ido estos días como han llegado: mucho más rápido y de un modo mucho menos consciente de lo que verdaderamente habría deseado. Por no mentar el clima, claro: ese tema tan socorrido en las conversaciones de tantos y tan preocupados ciudadanos cuando se encuentran en el fragor de la cola de una carnicería.
Ha hecho frío, qué duda cabe. Y ha nevado, quién no lo sabe. Pero, a pesar de todo, la gente padece unas dificultades extraordinarias para quedarse en su casa, calentitos y en absoluto silencio. Pues consideran mucho mejor asunto agarrar un resfriado o pegar un patinazo y así colapsar los servicios médicos para que quién realmente lo necesita no pueda ser atendido como se merece. Es, en fin, ese irrefrenable ansia del español por pasar por las manos de su médico, ante las miradas de su enfermera y recibiendo indoloramente las muestras de afecto del petulante farmacéutico.
Vivimos fechas rebosantes de belenes, de alegres villancicos y de mucho niño ruidoso haciendo travesuras a su familia, a sus vecinos y a quien se tercie. Es cosa adorable, no me digan. El otro día, como les decía, fui a ver la obra navideña en la que participaba uno de mis sobrinos. La criatura tiene cinco años, una cara de pillo temible y no puede estarse quieto ni un solo segundo. La obrilla, nada original, por cierto, era una representación del Auto de los Reyes Magos. Mi sobrino, qué rico, hacía de angelote. La obra fue larga, todo hay qué decirlo. Esos papeles, a lo largo de la historia, han sido reescritos por manos mucho más expertas, quién va a poner en tela de juicio semejante afirmación. Pero es que además, justo delante de mí, se sentó un señor que a primera vista no traía consigo ningún peligro, pero que, una vez depositado en su asiento, pude comprobar que sobre su cuello reposaba una cabeza que si bien no atesoraba una gran belleza, tampoco sería precipitado afirmar que tenía un tamaño poco humano y, desde luego, harto opaco. Y, por si fuera poco, llevaba sombrero. El tío. Para poder ver a su derecha había que correrse tres asientos, como mínimo. Y, por encima de él, a buen ojo, sólo era posible observar algo haciendo acopio de toda inverecundia y subiéndote a la propia silla, aun riesgo de que viniese una monja a echarte mano y meterte en el cuarto oscuro.
Ya a mitad de la función, a uno de los angelotes a la derecha de mi sobrino, también muy guapo, le entraron ganas de hacer pipi. La profesora, seria y rigurosa como corresponde a un docente de criaturas de cinco años, había advertido a su tropa que nada de miccionar durante la obra. Pero qué quieren, ¡es la naturaleza! El muchacho, como no se podía aguantar, y tampoco podía pedir a la profesora que le aliviase, se puso a saltar sobre sí mismo. Primero imperceptible y sosegadamente, chico educado. Pero poco después, de un modo absolutamente desproporcionado. Botaba, profería pequeños gemidos, se tocaba el pito. Y la gente, que hasta entonces no había prestado atención alguna a la función, y sí a lo que llevaban puesto sus vecinos, se empezó, literalmente, a tronchar de risa. Las carcajadas fueron sonoras. Y, finalmente, a la profesora no le quedó otro remedio que llevar a la criatura al mingitorio. Huelga decir que la anécdota arrancó una ovación. Por lo demás, mi sobrino cumplió, y echó su buen pis al acabar la memorable composición.
Pasa el tiempo como decía el programa que pasaba la vida, y ayer, en un descanso de la lluvia y la nieve que caería poco después, a calderos, fui a hacer algunas adquisiciones. Compré una yenga, para pasar en familia la noche de hoy. Es un juego sencillísimo y muy divertido. La caja pone “a partir de seis años”, lo cual puede parecer a primera vista un poco lamentable. Pero yo he estado jugando con mis amigos poco antes de salir de fiesta y comprobar los nuevos diseños de lencería de esta temporada, y me lo he pasado genial. Hay que tener un tacto exquisito, oigan. Ya estoy viendo hoy a mi padre, y a sus grandes manos, hacer sus cuitas para que no se le caiga la torre de piezas de madera encima.
No mucho después de esta compra, y como también pasé por delante de una librería, pues la carne es débil, me compré un libro. Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, nada menos. Llevaba tiempo detrás de esta joya, y en estas fechas, en las que uno va por la calle con más dinero del cristianamente aconsejado, son inevitables algunos dispendios. Es una biografía. Se considera la obra cumbre del género. Tiene dos mil páginas. Y su autor tardó la friolera de cincuenta años en escribirla. Se me hace la boca agua. Una obra maestra, vaya.
Y de contarles algo les voy a contar poco más. Son días, como ven, bastante iguales para casi todo el mundo. Hoy iré a echar el tradicional mus de nochebuena, y su tradicional copa, ¡a las cinco de la tarde! Y a dicho evento, casi con toda seguridad, seguirá una ronda de cortos hasta que el Rey lea su acostumbrado mensaje navideño (este año dicen que hay novedades de perspectiva, aunque no sé si en el mensaje o en la imagen: en cualquier caso, estaré atento). Pasen una feliz noche y mañana un feliz día de navidad. Y pásenlo con la gente que quieren. Es una lástima que haya que buscar una disculpa en el calendario para hacer algo que debería repetirse con bastante más frecuencia.
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