Conejos, democracia, algo de Historia
Lecciones de historia, por Pedro Trapiello: “Cuando llegaron fenicios y griegos a las costas poco pobladas del culo del Mediterráneo, que era entonces el Levante español, vieron que su litoral era tierra muy poblada de conejos, spanos , y llamaron a todo esto Spán, primero, Spania, después, y rodando el tiempo romano o godo, Hispania (y nosotros, España, así, porque sí, qué pasa)”.
La degeneración de la democracia, por el viejo, y siempre lúcido, Umberto Eco: “Desde luego no hemos reflexionado lo suficiente sobre el hecho de que hemos llegado al final de la democracia representativa. Cuando en Estados Unidos vota sólo el 50% de los ciudadanos, y uno debe elegir entre dos candidatos, es elegido con el 25%. Candidatos que no son elegidos por el pueblo, sino por la organización interna. ¿A quién representa este candidato? ¿A cuántos ciudadanos representa? ¿Cuál es la diferencia con el sistema soviético, en el que el Sóviet Supremo elegía tres candidatos, luego discutían y elegían a uno? Que en Estados Unidos existe el control de la sociedad civil, los lobbies, las organizaciones culturales y religiosas, industriales, hay una serie de poderes que controla el poder central, y que en la Rusia estalinista no existía. Pero no es una democracia representativa. Estamos llegando a una crisis trágica de la democracia: seguimos simulando que existe la democracia representativa y que soy yo, el ciudadano, el que elige a mis representantes, pero no es cierto”.
Se ha dicho que esta crisis está acabando con las clases medias en España (y lo que no es España, claro). Dado que en dicha clase se puede englobar una amplia mayoría de los españoles, no sería descabellado afirmar que, en realidad, con lo que se está terminando es con su paciencia, con el contenido de sus bolsillos y con el grueso de todas sus esperanzas. Esto no es baladí, por supuesto. Hubo una época, en Europa, en que este “estamento” o no existía o lo hacía en condiciones extremadamente precarias. Había una clase alta, adinerada, acomodada y con un poder sobre objetos y sujetos absolutamente desproporcionado, que se encargó de regir el destino de individuos y sociedades durante siglos. Y el resto de personas (sin mención deliberada al clero), simplemente, no eran consideradas tales. No tenían derechos, pero si obligaciones y cargas que les aniquilaban cuerpo y alma. Equiparar a estos seres humanos con cosas, en muchos casos, era un verdadero lujo. No vivían en la pobreza, sino en la más profunda y desdichada de las miserias. Y como es lógico, esa situación desembocó en una oleada de protestas que dio origen a las revoluciones del siglo XVIII, de cuyos logros, en forma de derechos reflejados positivamente en las Constituciones que surgieron, somos directamente beneficiarios. Todo esto que hoy desdeñamos, como nos decía a sus alumnos el profesor Sosa Wagner en clase, costó ríos de sangre y siglos de dolores y penurias.
Por otra parte, en la literatura del XIX, estos sucesos han tenido un notable reflejo: Víctor Hugo, Alexandre Dumas o el propio Dickens dieron buena cuenta de los mismos en sus sobresalientes creaciones. La última que leí en estas navidades, a modo de ejemplo, Historia de dos ciudades, narraba los prolegómenos de la Revolución Francesa. Y lo hacía contrastando la situación que se vivía en las capitales de dos países vecinos, reflejo de vicios y costumbres en toda Europa, como son y eran París y Londres. No sé a ustedes, pero a mí siempre me había intrigado por qué no habrían prendido los ardores de la Revolución Francesa de la misma manera o de un modo parecido en Inglaterra. Dado que, desde luego, la nobleza inglesa contempló impertérrita los acontecimientos en la nación vecina, sin atisbo de preocupación, sin tener en cuenta aquello de las barbas del vecino, manteniendo sus privilegios y, lo que era, es y será siempre más importante, conservando el pescuezo en su sitio natural, suerte que, como es sabido, no corrieron sus vecinos.
Puede haber varias explicaciones que mi juventud, mi ignorancia y mi falta de estudio y de lecturas aún desconoce. Pero en cualquier caso, entiendo que el hambre fue sin duda un detonante perfectamente válido. Y les pongo un botón, a modo de muestra. En una ocasión leí en un artículo de Arcadi Espada, una famosa anécdota en la que se detallaba como estando el campesinado agolpado a las puertas de Versalles, furioso, agresivo y sumamente impaciente, pedían desesperadamente a los Reyes Franceses alimentos: el pueblo se estaba muriendo de hambre, la situación era trágica y delicada, y el tumulto gritaba y exigía soluciones. Al parecer, el Mayordomo Real, con bastante apuro, se vio obligado a alterar la quietud y reposo de doña María Antonieta de Habsburgo, y le tuvo que decir a ésta, nunca mejor dicho, cómo estaba el patio. Fue entonces cuando la reina, algo molesta por la interrupción, pero comprensiva con los disgustos del pueblo, pronunció aquella célebre frase que recoge Jean-Jacques Rousseau en su autobiografía, y que dice: “¡Que les tiren croissants!”. Aunque en esta entrada de Wikipedia, sin embargo, el alimento mencionado sea el brioche.
Otra explicación, hija de la anterior, pudo ser la infelicidad de la clase media. Que, en realidad, es donde nos encontramos en la actualidad: pues hacerla desaparecer sería una tarea verdaderamente asombrosa, mayúscula, cuando no sencillamente imposible. Ayer, sumergido en la lectura de La vida de Samuel Johnson, quizá el mejor libro que he leído hasta la fecha, me topé con un párrafo que les reproduzco, y que aunque no viene del todo a cuento de lo dicho, si manifiesta, ya en vísperas del estallido revolucionario, una sincera preocupación por la existencia de distancias insuperables en el bienestar de las distintas clases francesas. Es hilarante e ingenioso, como todo lo que salía de la pluma y de la boca de este gran hombre de letras. Sobre todo, si nos imaginamos al típico inglés, educado, puntual y extraordinariamente estirado, que aún hoy hace las delicias imaginativas de buena parte de mundo. Annus domini 1775:
“Los grandes de Francia viven con mucha magnificencia, aunque el resto de la población vive postrado en la miseria. No hay una clase media feliz, como en Inglaterra. Las tiendas de París son sórdidas, la carne de los mercados en Inglaterra difícilmente se enviaría para su consumo en una prisión; la señora Thrale ha observado con justeza que la cocina francesa ha sido algo impuesto por la necesidad, pues no era posible comer la carne a menos que la sazonaran de algún modo y le dieran sabor. Los franceses son indelicados; escupen en cualquier sitio. En casa de madame X, una dama literata de talento, el lacayo tomó el azucarillo con sus propios dedos antes de ponérmelo en el café. Iba a dejar a un lado la taza, pero al tener conocimiento de que lo habían preparado ex profeso para mí, tuve que probar el sabor de los dedos del criado. La misma dama quiso preparar un té especial. El caño de la tetera estaba obstruido, e indicó al criado que lo desatascase a soplidos...”
En este párrafo, anecdótico y costumbrista, el doctor Samuel Johnson, de visita en Francia, ya observaba ciertos males enquistados en la sociedad que fueron esenciales en el discurrir de los años inmediatamente posteriores. La situación europea y mundial, a día de hoy, evidentemente, está a años luz de lo que se vivió entonces. Y es altamente improbable que la ciudadanía en su conjunto adopte posturas revolucionarias de ningún tipo, aun moderadas. Pero nuestros políticos deberían tomar buena nota de la historia. Y de que determinadas circunstancias pueden influir en los acontecimientos y en el hasta ahora aletargado carácter de la sociedad. Los problemas requieren soluciones, no nuevos problemas. Y si quien está llamado a solucionarlos, esto es, nuestra clase política, no es capaz de hacerlo, la gente puede comenzar a pensar que nuestros dirigentes son parte del problema. O, tal vez, el único problema. La historia, como la vida, es cíclica.
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La degeneración de la democracia, por el viejo, y siempre lúcido, Umberto Eco: “Desde luego no hemos reflexionado lo suficiente sobre el hecho de que hemos llegado al final de la democracia representativa. Cuando en Estados Unidos vota sólo el 50% de los ciudadanos, y uno debe elegir entre dos candidatos, es elegido con el 25%. Candidatos que no son elegidos por el pueblo, sino por la organización interna. ¿A quién representa este candidato? ¿A cuántos ciudadanos representa? ¿Cuál es la diferencia con el sistema soviético, en el que el Sóviet Supremo elegía tres candidatos, luego discutían y elegían a uno? Que en Estados Unidos existe el control de la sociedad civil, los lobbies, las organizaciones culturales y religiosas, industriales, hay una serie de poderes que controla el poder central, y que en la Rusia estalinista no existía. Pero no es una democracia representativa. Estamos llegando a una crisis trágica de la democracia: seguimos simulando que existe la democracia representativa y que soy yo, el ciudadano, el que elige a mis representantes, pero no es cierto”.
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Se ha dicho que esta crisis está acabando con las clases medias en España (y lo que no es España, claro). Dado que en dicha clase se puede englobar una amplia mayoría de los españoles, no sería descabellado afirmar que, en realidad, con lo que se está terminando es con su paciencia, con el contenido de sus bolsillos y con el grueso de todas sus esperanzas. Esto no es baladí, por supuesto. Hubo una época, en Europa, en que este “estamento” o no existía o lo hacía en condiciones extremadamente precarias. Había una clase alta, adinerada, acomodada y con un poder sobre objetos y sujetos absolutamente desproporcionado, que se encargó de regir el destino de individuos y sociedades durante siglos. Y el resto de personas (sin mención deliberada al clero), simplemente, no eran consideradas tales. No tenían derechos, pero si obligaciones y cargas que les aniquilaban cuerpo y alma. Equiparar a estos seres humanos con cosas, en muchos casos, era un verdadero lujo. No vivían en la pobreza, sino en la más profunda y desdichada de las miserias. Y como es lógico, esa situación desembocó en una oleada de protestas que dio origen a las revoluciones del siglo XVIII, de cuyos logros, en forma de derechos reflejados positivamente en las Constituciones que surgieron, somos directamente beneficiarios. Todo esto que hoy desdeñamos, como nos decía a sus alumnos el profesor Sosa Wagner en clase, costó ríos de sangre y siglos de dolores y penurias.
Por otra parte, en la literatura del XIX, estos sucesos han tenido un notable reflejo: Víctor Hugo, Alexandre Dumas o el propio Dickens dieron buena cuenta de los mismos en sus sobresalientes creaciones. La última que leí en estas navidades, a modo de ejemplo, Historia de dos ciudades, narraba los prolegómenos de la Revolución Francesa. Y lo hacía contrastando la situación que se vivía en las capitales de dos países vecinos, reflejo de vicios y costumbres en toda Europa, como son y eran París y Londres. No sé a ustedes, pero a mí siempre me había intrigado por qué no habrían prendido los ardores de la Revolución Francesa de la misma manera o de un modo parecido en Inglaterra. Dado que, desde luego, la nobleza inglesa contempló impertérrita los acontecimientos en la nación vecina, sin atisbo de preocupación, sin tener en cuenta aquello de las barbas del vecino, manteniendo sus privilegios y, lo que era, es y será siempre más importante, conservando el pescuezo en su sitio natural, suerte que, como es sabido, no corrieron sus vecinos.
Puede haber varias explicaciones que mi juventud, mi ignorancia y mi falta de estudio y de lecturas aún desconoce. Pero en cualquier caso, entiendo que el hambre fue sin duda un detonante perfectamente válido. Y les pongo un botón, a modo de muestra. En una ocasión leí en un artículo de Arcadi Espada, una famosa anécdota en la que se detallaba como estando el campesinado agolpado a las puertas de Versalles, furioso, agresivo y sumamente impaciente, pedían desesperadamente a los Reyes Franceses alimentos: el pueblo se estaba muriendo de hambre, la situación era trágica y delicada, y el tumulto gritaba y exigía soluciones. Al parecer, el Mayordomo Real, con bastante apuro, se vio obligado a alterar la quietud y reposo de doña María Antonieta de Habsburgo, y le tuvo que decir a ésta, nunca mejor dicho, cómo estaba el patio. Fue entonces cuando la reina, algo molesta por la interrupción, pero comprensiva con los disgustos del pueblo, pronunció aquella célebre frase que recoge Jean-Jacques Rousseau en su autobiografía, y que dice: “¡Que les tiren croissants!”. Aunque en esta entrada de Wikipedia, sin embargo, el alimento mencionado sea el brioche.
Otra explicación, hija de la anterior, pudo ser la infelicidad de la clase media. Que, en realidad, es donde nos encontramos en la actualidad: pues hacerla desaparecer sería una tarea verdaderamente asombrosa, mayúscula, cuando no sencillamente imposible. Ayer, sumergido en la lectura de La vida de Samuel Johnson, quizá el mejor libro que he leído hasta la fecha, me topé con un párrafo que les reproduzco, y que aunque no viene del todo a cuento de lo dicho, si manifiesta, ya en vísperas del estallido revolucionario, una sincera preocupación por la existencia de distancias insuperables en el bienestar de las distintas clases francesas. Es hilarante e ingenioso, como todo lo que salía de la pluma y de la boca de este gran hombre de letras. Sobre todo, si nos imaginamos al típico inglés, educado, puntual y extraordinariamente estirado, que aún hoy hace las delicias imaginativas de buena parte de mundo. Annus domini 1775:
“Los grandes de Francia viven con mucha magnificencia, aunque el resto de la población vive postrado en la miseria. No hay una clase media feliz, como en Inglaterra. Las tiendas de París son sórdidas, la carne de los mercados en Inglaterra difícilmente se enviaría para su consumo en una prisión; la señora Thrale ha observado con justeza que la cocina francesa ha sido algo impuesto por la necesidad, pues no era posible comer la carne a menos que la sazonaran de algún modo y le dieran sabor. Los franceses son indelicados; escupen en cualquier sitio. En casa de madame X, una dama literata de talento, el lacayo tomó el azucarillo con sus propios dedos antes de ponérmelo en el café. Iba a dejar a un lado la taza, pero al tener conocimiento de que lo habían preparado ex profeso para mí, tuve que probar el sabor de los dedos del criado. La misma dama quiso preparar un té especial. El caño de la tetera estaba obstruido, e indicó al criado que lo desatascase a soplidos...”
En este párrafo, anecdótico y costumbrista, el doctor Samuel Johnson, de visita en Francia, ya observaba ciertos males enquistados en la sociedad que fueron esenciales en el discurrir de los años inmediatamente posteriores. La situación europea y mundial, a día de hoy, evidentemente, está a años luz de lo que se vivió entonces. Y es altamente improbable que la ciudadanía en su conjunto adopte posturas revolucionarias de ningún tipo, aun moderadas. Pero nuestros políticos deberían tomar buena nota de la historia. Y de que determinadas circunstancias pueden influir en los acontecimientos y en el hasta ahora aletargado carácter de la sociedad. Los problemas requieren soluciones, no nuevos problemas. Y si quien está llamado a solucionarlos, esto es, nuestra clase política, no es capaz de hacerlo, la gente puede comenzar a pensar que nuestros dirigentes son parte del problema. O, tal vez, el único problema. La historia, como la vida, es cíclica.
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