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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

13 abril 2010

Cosas del amor, vistas por un escéptico

Hace ahora aproximadamente un año, escuchando el editorial de Carlos Alsina, en una de esas ocasiones en que La Brújula sale a dar paseos por las ciudades de España, oí al irónico locutor comenzar su disertación hablando de la vida en pareja. El editorial de Alsina es uno de los momentos más plácidos de que disfruto a lo largo de todo el día. Uniéndolo al dardo que media hora después lanzará Ignacio Camacho, y a la poesía desprendida del ingenio de Antonio García Barbeito, en torno a las 9:30 de la mañana, en lo de Carlos Herrera, conformarán mis tres momentos Coca Cola del día, trayendo a la memoria aquel anuncio de las señoritas de oficina babeando a través de los cristales mientras observaban a los fornidos y guapos modelos de los andamios.

En aquel editorial, quiero recordar, Alsina comparaba la relación de Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero con esa situación de amor-odio por la que pasan todos y cada uno de los enamorados. Al modo de esa recurrente cantinela que nos repetían los compañeros en el cole cuando sólo éramos unos muchachos: los que se pelean, se desean. Nos fastidiaba mucho, claro. Pero el aserto solía ser rigurosamente cierto. Solía dar en el clavo. Y de ese modo, con un notable sentido de la oportunidad, el periodista puso un par de acertados ejemplos con igual grado de agudeza e hilaridad; llevó a colación esos deliciosos e idílicos inicios en la vida de las parejas de enamorados con la sintonía que, al menos en apariencia, se desprendía de la relación entre esos dos conocidos políticos.

En primer lugar, hizo referencia al carácter de la mujer, tan especial, tan contradictorio, tan desbordante de pasión y afecto como de desprecio y de venganza. Y decía, en tono jocoso, que en un primer momento, el enamorado, encantado con las bondades y virtudes de su hembra, a la que pone ojitos, pucheritos y lo que haga falta, ante tal conjunto de contradicciones, previa exculpación de lo que nos aconseja la lectura semanal de los horóscopos, comenzaba diciendo un comprensivo y admirativo: ¡pero cómo es! (mi cuchi, cuchi). Claro está, C'est la Vie, al cabo de los años, de los roces, y, sobre todo, de los múltiples desgastes que afloran con la convivencia y el despertar de los yoes interesadamente latentes, el muchacho enamorado terminaba abriendo los ojos, y como viendo y comprendiendo por primera vez en su vida, ahora, lo que exclamaba era un exiguo, pero significativo, ¡pedazo de bruja!

Y no acababa aquí el feliz y pertinente cotejo del equipo de La Brújula, por supuesto. En aquella ocasión, fueron tan políticamente incorrectos, que incluso osaron meterse con los defectos físicos, esa tara impronunciable en ambientes educados, encopetados y sumamente restringidos, y más proclive, en cambio, a ser proferida en otros espacios más adocenados, soeces o abyectos, en los que cunde el ejemplo del asilvestramiento y las malas maneras. La escena narrada, hacía mención a ese pequeño quiste que afea los rostros más perfectos y adorables, que cuando uno está enamorado lo consideramos la imperfección más entrañable, la característica más encomiable de nuestra media naranja, y que cuando uno despierta de ese estado de sopor e imbecilidad pasajera, por el contrario, se exclama un mayúsculo: ¡cáspita, pero qué verruga!

Bromas aparte, y aprovechando que estamos en primavera, quería aportar mi particular percepción de estas cosas del amor: tan ciego, curiosamente, como la justicia.

Hay personas que nos gustan nada más observarlas. Es el llamado amor a primera vista, que ha sido manido objeto de canciones, series para gente mentalmente plana y demás basura que alumbra Hollywood con el atractivo envoltorio de comedia romántica. Este formato, no creo estar descubriendo nada, ha pervertido y distorsionado los puntos de vista de millones de personas en todo el mundo. Y así, cuando un hombre conoce a una mujer, ésta le interesa y quiere llamar su atención, no le basta con ser razonable, sincero y con no rebasar esa frágil y delgada línea que separa a los imbéciles de las personas normales, sino que tiene que cumplir con una serie de características estereotipadas por la gran pantalla. No es suficiente con ser simplemente educado. Ahora, ellas exigen a uno ser un caballero de modales exquisitos: dejar que ellas pasen primero, desplazarles hacia atrás la silla donde asentarán sus reales posaderas, si tienen frío hay que quitarse la chaqueta sin dilación y ponérsela sobre los hombros, fingirse más tonto que ellas (no vayamos a tener un disgusto) y, en fin, un cúmulo de actitudes ridículas, que ellas adoran, y que, como es lógico y natural, con el paso del tiempo terminan desapareciendo completamente. Luego, las pobres, dirán aquello, también sacado del cine, de: “no eres el hombre que conocí” (la versión cursi, es: “no eres el hombre del que me enamoré”. Que, como ustedes comprenderán, ya es el acabose).

Otras personas, en cambio, nos gustan después de conocerlas. Cuando su interior nos es mostrado o tenemos la suerte de descubrirlo. En mi opinión, este es el verdadero amor. Y de donde puede salir una relación provechosa, duradera y, sobre todo, razonable. Estas mujeres, y permítanme que utilice el punto de vista masculino, pero es el que me corresponde, y, además, si me lee una mujer (que no sea Aído, Bibi para los amigos) sólo tiene que cambiar el género… en una primera instancia no nos llaman la atención. Es decir, no nos atraen física o sexualmente. Cuando uno es joven, esa persona queda absolutamente descartada, por supuesto. No se comprende más que lo que superficialmente nos proporciona el sentido de la vista. Y al no haber pretensiones de buzo ni de arqueólogos en la naturaleza humana, solemos dejar pasar oportunidades que, pensadas fríamente y con posterioridad, verdaderamente nos habrían convenido. Y esto, válgame la obviedad, me parece clave. El otro día, precisamente, charlaba con un viejo amigo sobre la necesidad de que haya una coincidencia de afectos en el espacio y en el tiempo en que conocemos a esa persona. Le comentaba, en un inusitado ejercicio de sinceridad por mi parte (para ciertas cosas soy muy mío, aunque ustedes piensen que aquí les cuento toda mi vida), que a veces había dejado escapar un tren más que apetecible, habiendo estado en la estación esperando a que yo subiera, y, por no haberme dado cuenta a tiempo de que tenía los billetes en la mano, este terminaba partiendo. No sé si me explico. Pero la metáfora del tren que abandona la estación y no vuelve me parece de las más exactas y relativamente crueles que he visto utilizar en el mundo de la literatura.

En cualquier caso, algo está claro. Y es que ahí afuera, en el mundo, en sus sociedades, la cuestión de las parejas está algo descompensada. He conocido mujeres hermosas, inteligentes y buenas personas que desperdician su vida, su tiempo y sus facultades con absolutos botarates y majaderos de múltiples pelajes. Y ni siquiera pegan desde un punto de vista mínimamente estético. Esta situación se podría comprender antaño, en que abundaban los matrimonios de conveniencia o en que las mujeres necesitaban de un marido por aquello del sustento o las maledicencias propias de los ambientes rurales, identificando la soltería con la vestimenta de santos. Pero hogaño, creo que no se sostiene de ningún modo.

Ahora bien, no es que yo lo vea así, y que, claro, como mi vida se resume entre libros, partituras y leyes se dirá que qué voy a saber de estos lances interpersonales. Alguna peculiaridad tiene que tener, ¿no? Porque incluso desde los ayuntamientos, por la obra y gracia de las concejalías de juventud, ¡se imparten cursos de ligue! ¿Pero esto qué es? ¿Dónde hemos llegado? Y, disculpen mi ignorancia, y que crea que el dinero de nuestros impuestos se podría aprovechar con alternativas más juiciosas, pero, a estas alturas, desconozco si los mismos son impartidos directamente por los concejales o por personas de su entera confianza, previa acreditación de sus sobresalientes facultades nocturnas. Y, claro, estas cosas: ¿cómo se acreditan?; también, cómo no, ignoro qué tipo de actividades se imparten: miradas, temas de conversación, toqueteos (¿toqueteos?, ¡oh, cielos!)…

En fin, que no se sabe si el personal habrá leído a Jaime Gil de Biedma, pero cabe llegar a la lógica conclusión de que parece que averiguar que la vida va en serio, más de uno lo empieza a comprender más tarde.

No hay peor ciego, dicen: “la pareja constituida más o menos al modo tradicional encarna el mayor sujeto represor de nuestras vidas. Por nuestra pareja lo condicionamos casi todo. Por ella renunciamos, nos avenimos, condescendemos, dejamos de salir o de alternar, cambiamos de aficiones, horarios, músicas, ropas, amigos. Todo ello compensa o recompensa, pero no siempre viene a ser así, ni para siempre”. Vicente Verdú.

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Dice Benedetti, Después de todo qué complicado es el amor breve
y en cambio qué sencillo el largo amor
. Aunque sabía que él era un hombre afortunado, por que en los más casos, terminaremos antes de empezar diciéndonos, en un ejercicio de humildad "La culpa es de uno"
.

martes, 13 abril, 2010  
Blogger Javi said...

“.. y supe que me estaba destinada/ mejor dicho que yo era el destinado/ todavía no sé cuál es la diferencia”

Qué grande, Mario. Y también, y sin humildad ejercitada: la culpa no suele estar en otro sitio que en lo devuelto por el espejo.

Gracias por su visita, gracias por su comentario y gracias por sus enlaces.

Quede constancia del rato plácido y divertido disfrutado.

Buenas noches.

miércoles, 14 abril, 2010  

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