Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

25 marzo 2010

Ya no es, consideraciones, podría ser

Los hombres de Paco: comedia, tragedia, thriller, de camino al despropósito. Desaparecen actores de peso en la serie, sin previa explicación; introducen personajes físicamente más atractivos, pero con una profundidad hueca, insulsa y desmoralizante. El pronóstico es desolador, como el paso de lo consagrado a la promesa. No entretiene, cunde el tedio; no enriquece: pérdida de los valores implícitos que anteriores entregas contenían y que tanto agrado proporcionaban. No es lógica su trama, y nunca lo fue: pero no conduce a la hilaridad y al sosiego, sino al inquietante e inescrutable absurdo. Pierde, inexorablemente, y al mismo ritmo, tantos fieles como calidad reconocida. Del atractivo producto original, sólo queda Juan Diego: y ya le tutea hasta el becario más niñato de los repollos recién llegados. Son siempre tristes los naufragios. Pero al menos, haciendo honor a la refranera acogida de la lluvia, se alegrarán los seguidores de Santiago Segura.


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Dislate o disparate: "hecho o dicho disparatado", dice la Institución que limpia, fija y da esplendor. Vamos con algún ejemplo:

1."Mayor Oreja dijo un gran disparate". No. El disparate fue decirlo sin pruebas. Y sin la precisa atención al fondo y a sus formas. No es una afirmación contraria a la razón, sino lógica, y desgraciadamente basada en la experiencia. Sin embargo, dadas las circunstancias, propicia una fácil y sonrojante réplica de los dechados de retórica que tenemos instalados en el Gobierno, al inteligente modo del "y tú más", al parecer, de muy difícil contrarréplica por los interesados.

2."Los políticos son el colectivo más transparente y más honrado que existe". Hombre, hombre. Y en estos tiempos, además. No son corruptos. Su conducta pública es intachable: bienhablados, cultos, desinteresados, comprometidos. ¿Perspicuos? Bueno, considerando que esa bella metáfora de las luces y los taquígrafos ha sido proferida particularmente por un colectivo que ha negociado de un modo torticero con una banda terrorista, con el anhelo de obtener réditos políticos, que ha negado una crisis galopante mediante el recurso de bautizarla ingeniosamente cada semana con un nombre nuevo, y que promete a Comunidades Autónomas, Agentes Sociales e incluso a las Instituciones Europeas una cosa y luego hace otra, normalmente su contraria, pienso que es necesario calificarlos, siendo nobles y generosos, cuando menos, de turbios embusteros.


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Se conocieron en un Bar de copas al albur de la oscuridad, la música cimarrona y el gentío más vistosamente adocenado por su meridiano asilvestramiento. Ella llevaba unos pantalones ceñidos, rotos y poco aseados; su camiseta marcaba un vientre abultado, de cuyo ombligo pendía un llamativo piercing, y transparentaba unos pechos pequeños, pero firmes y agraciados por sus sonrosados pezoncillos; su rostro, redondeado y poco favorecido, inspiraba, no obstante, la sensación de seguridad y fatalidad que acompaña a una mujer deseada. Él, simplemente, era un tipejo que exhibía la rara habilidad de mantener una conversación fluída, mientras bailaba ridículamente y se liaba un canuto. Utilizaba ropa holgada, atrevida, desenfadada; no le importaba, en absoluto, enseñar al público sus hórridos gayumbos; y su semblante, marcaba claros signos de despreocupación, pereza y libre albedrío. En un momento de la noche, previo abandono del exiguo raciocinio, sus miradas se cruzaron. Ambos sonrieron, intuyendo que uno estaba hecho para el otro. Se acercaron, hablaron un poco, y comenzaron a besarse. Era un magreo informal y vulgar, como todos. Al acabar dieron un paseo cogidos de la mano. Era una pareja simpática, alegre, sin preocupaciones. Es evidente que no hablarían de literatura, pero a quién le importa; no se preguntarían por sus familias, amigos y ocupaciones, porque, evidentemente, tampoco les interesaba. Caminaban en silencio, a gusto consigo mismos y encantados de haberse conocido. Él la acariciaba el rostro, la decía estupideces que creía bonitas e ingeniosas, y se reía confiadamente. Ella escuchaba atenta, ingenua, feliz por haber encontrado al hombre de su vida. Pero en apenas un instante, y sin previo aviso, con lo que siempre se agradecen: ella torció el gesto, frunció el ceño y le dio un sopapo. Le gritó cosas muy feas y muy incorrectas que omito por decoro y buen gusto. Y se marchó sin despedirse, y sin ese giro de cabeza que todo hombre ha esperado en una mujer en semejantes lances. El pobre, lloraba desconsoladamente. Como todos los espíritus libres antes de principiar a corromperse. Y se frotaba los ojos con sus gruesas manitas, aún enfadado, recordando sus últimas palabras: "¡somos totalmente incompatibles!". Aceptando, tal vez por primera vez, que una mujer sin sus clichés, más gastados que el cigarrillo de Colombo, se quedaría muy inerme, muy triste y muy decepcionada.