Cosas de la vida: punto de partida
La vida: maquinaria desvencijada, ajustada por mecánicos insolentes.
Parece que fue ayer, decían las letras de la canción, del poema o del depauperado imaginario colectivo, y ya ha pasado más de un mes desde la última vez que pasé por aquí a dar fe de mi existencia. La culpa de la tardanza la han tenido varias circunstancias que podrían recibir el nombre de problemas, sí, en los tiempos que corren, comparativamente hablando, no fuese obsceno calicarlos como a tales: exámenes, lesiones, enfermedades en la familia, una dolorosa despedida... En cualquier caso, no soy ajeno a la idea de que a cada cual en este mundo sólo le preocupa su propio ombligo. Despiadado espejo que nos devuelve el reflejo de nuestra raquítica presencia moral, intelectual y tan poco comprometida.
En la madrugada del Viernes 12 de Marzo, aproximadamente a las 5 de la mañana, y a tan solo unas 30 horas de realizar uno de los exámenes más importantes que he afrontado en mi vida, sonó el teléfono de mi casa. Creo que es de común conocimiento la idea de que recibir ese sonido a esas horas tan intempestivas nunca puede traer nada bueno. Como, efectivamente, así ocurrió.
Mi abuela materna, y última abuela, había estado ingresada durante casi un mes por un simple catarro. Y sin embargo, a pesar de la pequeña patología, todos estábamos muy preocupados en la familia, porque con 93 años, y su saludable naturaleza extraordinariamente debilitada en los últimos años, temíamos que este bache sirviese de disculpa para agotar el ya de por sí insignificante combustible que la mantenía viva. Pero no fue así, empero. Superó ese pequeño catarro. Y pudo salir del hospital. Aunque, desgraciadamente, sólo lo hiciese por un par de días. Susurrando al cabo, en dicha noche, su corazón que ya bastaba. Deteniéndose. Exhausto, feble, enteco, por haber terminado, no sin esfuerzo, su dilatado camino. Y no aceptando, la pobre, el último envite que le hacía la vida. Tal vez, porque ya estaba saciada de ella.
Como nieto, aunque esto lo suscribiría cualquiera que la hubiera conocido, tengo que decir que mi abuela fue una mujer muy fuerte durante toda su vida. Una mujer trabajadora, honrada y humilde. Y, sobre todo, una mujer buena. Hoy día parece que los medios están descubriéndonos a todos este tipo de mujeres. Y nos las presentan como un logro de estos tiempos de pseudoprogresismo y su prole sedicentemente socialdemócrata. Pero la verdad es que esta época pasará a la historia como el tiempo en que más se protegió a la mujer, como paradigma de debilidad, vulnerabilidad e incompetencia. Necesitadas de resortes legales incardinados en políticas de acción afirmativa o discriminación positiva, para hacer valer una pretendida valía que, de ser verdadera, pienso que no habría necesitado de ayudas para salir a flote y terminar imponiéndose, si es que esa capacidad no fuera sólo mera impostura.
Hasta la fecha, tenía la razonable convicción de que mi formación y mi cultura me obligaban, cada vez más, a adoptar una visión filosófica y distanciada de determinados acontecimientos, por dolorosos que estos fuesen. Pero la verdad es que ante la imagen inánime de mi abuela, no pude menos que desahogar mi dolor bañándome en lágrimas. El kilómetro sentimental del que hablaba Arcadi Espada, y que mide la importancia de una tragedia como inversamente proporcional a la distancia en donde ha ocurrido, en esta ocasión, marcaba cero. Y yo no sé si la cultura y las múltiples lecturas que se van acumulando hacen al hombre más humano, aunque deberían; pero sí estoy totalmente convencido de que, las mismas, afloran los más bellos sentimientos de una persona. La sensibilizan. Y lejos de, como yo creía, aislarla o prepararla para un dolor común, la vuelven más frágil y delicada. Aunque, también, quizá más consciente del exacto alcance de la pérdida.
En estas ocasiones, es cuando uno da gracias por estar acompañado de la familia, de los amigos y, a veces, incluso de los conocidos. Porque esa inexorable sensación de desamparo, es insuperable cuando uno está aquejado de ese relevante mal moderno llamado la soledad. Para la que hay cura, pero nunca terminamos de poner remedio.
Me alegro de tenerles ahí. Son parte de mi remedio. Vuelvo con ganas, con regularidad y con la certeza de que los post y el posteante irán cogiendo ritmo con los días. ¡Estamos en primavera! Y las flores de todo tipo comienzan a alimentarnos con su aroma. No es conveniente desaprovechar nada de lo que nos brinda la vida. Así que, sólo espero estar atento.
Parece que fue ayer, decían las letras de la canción, del poema o del depauperado imaginario colectivo, y ya ha pasado más de un mes desde la última vez que pasé por aquí a dar fe de mi existencia. La culpa de la tardanza la han tenido varias circunstancias que podrían recibir el nombre de problemas, sí, en los tiempos que corren, comparativamente hablando, no fuese obsceno calicarlos como a tales: exámenes, lesiones, enfermedades en la familia, una dolorosa despedida... En cualquier caso, no soy ajeno a la idea de que a cada cual en este mundo sólo le preocupa su propio ombligo. Despiadado espejo que nos devuelve el reflejo de nuestra raquítica presencia moral, intelectual y tan poco comprometida.
En la madrugada del Viernes 12 de Marzo, aproximadamente a las 5 de la mañana, y a tan solo unas 30 horas de realizar uno de los exámenes más importantes que he afrontado en mi vida, sonó el teléfono de mi casa. Creo que es de común conocimiento la idea de que recibir ese sonido a esas horas tan intempestivas nunca puede traer nada bueno. Como, efectivamente, así ocurrió.
Mi abuela materna, y última abuela, había estado ingresada durante casi un mes por un simple catarro. Y sin embargo, a pesar de la pequeña patología, todos estábamos muy preocupados en la familia, porque con 93 años, y su saludable naturaleza extraordinariamente debilitada en los últimos años, temíamos que este bache sirviese de disculpa para agotar el ya de por sí insignificante combustible que la mantenía viva. Pero no fue así, empero. Superó ese pequeño catarro. Y pudo salir del hospital. Aunque, desgraciadamente, sólo lo hiciese por un par de días. Susurrando al cabo, en dicha noche, su corazón que ya bastaba. Deteniéndose. Exhausto, feble, enteco, por haber terminado, no sin esfuerzo, su dilatado camino. Y no aceptando, la pobre, el último envite que le hacía la vida. Tal vez, porque ya estaba saciada de ella.
Como nieto, aunque esto lo suscribiría cualquiera que la hubiera conocido, tengo que decir que mi abuela fue una mujer muy fuerte durante toda su vida. Una mujer trabajadora, honrada y humilde. Y, sobre todo, una mujer buena. Hoy día parece que los medios están descubriéndonos a todos este tipo de mujeres. Y nos las presentan como un logro de estos tiempos de pseudoprogresismo y su prole sedicentemente socialdemócrata. Pero la verdad es que esta época pasará a la historia como el tiempo en que más se protegió a la mujer, como paradigma de debilidad, vulnerabilidad e incompetencia. Necesitadas de resortes legales incardinados en políticas de acción afirmativa o discriminación positiva, para hacer valer una pretendida valía que, de ser verdadera, pienso que no habría necesitado de ayudas para salir a flote y terminar imponiéndose, si es que esa capacidad no fuera sólo mera impostura.
Hasta la fecha, tenía la razonable convicción de que mi formación y mi cultura me obligaban, cada vez más, a adoptar una visión filosófica y distanciada de determinados acontecimientos, por dolorosos que estos fuesen. Pero la verdad es que ante la imagen inánime de mi abuela, no pude menos que desahogar mi dolor bañándome en lágrimas. El kilómetro sentimental del que hablaba Arcadi Espada, y que mide la importancia de una tragedia como inversamente proporcional a la distancia en donde ha ocurrido, en esta ocasión, marcaba cero. Y yo no sé si la cultura y las múltiples lecturas que se van acumulando hacen al hombre más humano, aunque deberían; pero sí estoy totalmente convencido de que, las mismas, afloran los más bellos sentimientos de una persona. La sensibilizan. Y lejos de, como yo creía, aislarla o prepararla para un dolor común, la vuelven más frágil y delicada. Aunque, también, quizá más consciente del exacto alcance de la pérdida.
En estas ocasiones, es cuando uno da gracias por estar acompañado de la familia, de los amigos y, a veces, incluso de los conocidos. Porque esa inexorable sensación de desamparo, es insuperable cuando uno está aquejado de ese relevante mal moderno llamado la soledad. Para la que hay cura, pero nunca terminamos de poner remedio.
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Me alegro de tenerles ahí. Son parte de mi remedio. Vuelvo con ganas, con regularidad y con la certeza de que los post y el posteante irán cogiendo ritmo con los días. ¡Estamos en primavera! Y las flores de todo tipo comienzan a alimentarnos con su aroma. No es conveniente desaprovechar nada de lo que nos brinda la vida. Así que, sólo espero estar atento.
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